Un perfecto día de entierro. Húmedo, oscuro, pegajoso. El coche de difuntos tirado por cuatro caballos se deslizaba lentamente por los lisos y redondos adoquines que, a la luz otoñal, brillaban como cráneos sin pelo, y sus ruedas abrían profundos surcos en los charcos grises y sucios. Los empleados de la funeraria marchaban al lado, descontentos, sujetando unas luces que ardían sin llama. Les seguía la multitud de los dolientes. De las mujeres daba testimonio únicamente una espesa fila de negros velos que se extendía como una negruzca telaraña entre el coche de difuntos y las lustrosas chisteras de los asistentes masculinos. La ocupación preferente de todo el grupo, profundamente compungido, era proteger vestidos y pantalones de las salpicaduras del barro; con conmovedora atención sus pies buscaban a tientas los islotes de piedra que sobresalían entre los grandes charcos, y en algún que otro rostro se detectaba el bienintencionado deseo de que ojalá el difunto hubiese esperado a que hiciera mejor tiempo para emprender su penoso viaje. Sólo dos caballeros que iban en la tercera fila conversaban bastante animados. En sus gestos podía advertirse que estaban pasando revista, de un modo humanamente dulce, a lo que había hecho y vivido el difunto. El resultado final parecía muy satisfactorio. Los dos asentían con esa mirada grave que, en los entierros y en otras ceremonias públicas, constituye el secreto rasgo por el que se reconocen los hombres íntegros. Uno de ellos, lentamente, pasó por su arrugado rostro su mano derecha, envuelta en un guante negro, y susurró:
–Todo un carácter.
Su compañero encontró esa expresión tan certera que sólo fue capaz de repetir con reforzado énfasis:
–Todo un carácter. [...]
Después ninguno de los dos pronunció una palabra más. Se hizo el silencio. Sólo crujían las ruedas del coche de difuntos y se oía, más bajo, el chapoteo de los pasos.
El «carácter» había venido al mundo en el seno de la familia de un hombre de sobrio bienestar. El señor M., el padre, poseía una pequeña casa, un gran concepto del honor y una mujer hacendosa. O sea, bastante.
El pequeño M. no respiraba aún el aire con olor a fenol de la sala de parturientas, cuando las mujeres que asistían a su madre se intercambiaban ya entre ellas miradas y susurraban:
–Será niño.
Seguían cada movimiento de la mujer e iban expresando sus sospechas en un tono cada vez más agitado. Y, cuando finalmente llegó la respuesta a sus dudas bajo una forma arrugada, viva y de color marrón rojizo... ¡resultó ser un niño! El pequeño M. creció y fue como cualquier otro; llegó el momento en que sus delicadas patitas delanteras se transformaron en manos y en que los dedos de esas manos ya no recorrían como hormigas los pasillos, sino que preferían detenerse en la boca y en la nariz. A éstos siguieron los años de los árboles de Navidad y de las exhibiciones. Todas las semanas al muchacho le hacían ir al gélido salón; allí lo observaban boquiabiertos, le tocaban el pelo, las mejillas y la barbilla, le enseñaban a dar la mano con buenos modales y, llegado el caso, a pronunciar su sonoro nombre con modesta grandeza. A todo el mundo le parecía encantador, «el fiel retrato» del padre, de la madre, de éste o de aquel tío, y pocos se despedían sin la sublime predicción de que, en su momento, el chico seguro que sería además muy bueno. El pequeño había oído con suficiente frecuencia esa expresión de clarividente admiración. Y sin mucho esfuerzo, incluso sin llegar a ser realmente consciente de su éxito, superó la escuela primaria, escaló con una seguridad loable, algo pedante, los ocho peldaños de la escalera del instituto y luego anduvo un año más entrando y saliendo de los auditorios de la Universidad, tras lo cual se perdió en el silencio del escritorio paterno. Un día corrió la voz de que el joven M. iba a heredar la dirección del negocio de su progenitor, quien ya se estaba haciendo viejo, y poco después sucedió. El padre falleció pronto, y el nuevo dueño supo mantener el prestigio de la casa con estricta puntualidad y bastante trabajo. A menudo el indeciso comerciante oía en boca de sus amigos que se decía que tenía grandes proyectos y, lleno de asombrosa admiración por la ambición que se le adjudicaba, empezó de verdad a poner en marcha algunos de los planes que le imputaban; y alguno que otro salió bien. Así fueron transcurriendo los años. Hacer realidad las intenciones que le atribuían las habladurías de la gente había mejorado su bienestar significativamente y nada resultaba más natural que los chismosos murmuraran algo sobre el inminente compromiso de M. El rumor llegó a sus oídos; casi de manera involuntaria dirigió desde ese momento su atención a la novia designada, y a las pocas semanas el susurrante «sí» brotaba de la fogosa y sonora voz del joven esposo. En esta ocasión tampoco había decepcionado las expectativas de la gente: ¡ése sí que era todo un carácter!
Construcción de un teatro
Mucho tiempo llevaban los buenos habitantes de la ciudad natal y de residencia de M. planeando la construcción de un teatro. Todo el mundo sabe que aún no se ha levantado ninguna sala de espectáculos con sólo buena voluntad, sino que incluso las más sencillas han necesitado al menos... unos malos tablones. De lo primero, la gente poseía suficiente material, pero para conseguir lo segundo faltaba el dinero. Los previsores padres de la ciudad fruncían el ceño ya desde por la mañana temprano, y se lo tomaban muy a mal si uno de ellos olvidaba mantener ese signo de grave dignidad por la noche, tomando unas cervezas.
Cual tormenta de primavera corrió entonces por la ciudad el rumor de que M. había decidido anticipar el dinero necesario para la construcción del templo de las musas. Y al igual que la brisa de primavera despierta las voces de las aves, esa noticia despertó por todas partes un sonoro elogio. Una delegación del Ayuntamiento, con el derretido rostro de manzana invernal del alcalde a la cabeza, se presentó pocas horas después en el despacho del benefactor. El intendente, interrumpido por constantes muestras de alegría, le dio las gracias por el generoso gesto. M. se quedó perplejo durante un rato. Pero pronto adivinó el sentido de aquella demostración de alegría. Una ligera sombra cubrió su frente. Iba a quitarles de la cabeza aquella idea, pero entonces se le ocurrió que, con esa aparente volubilidad, podía dañarse a sí mismo y a su negocio, de modo que con una sonrisa agridulce aceptó el contrato, en el que aparecía consignada una suma nada insignificante. De ese modo la fama de M. fue creciendo con los años. [...]
Tan sólo en una única ocasión el «carácter» estuvo a punto de defraudar las expectativas de la gente. En secreto se hablaba de un «feliz acontecimiento» que «iba a producirse» en casa de los M. Y las miradas curiosas seguían a la joven esposa en cuanto se dejaba ver en la calle. Así que el noble comerciante se esforzó considerablemente para contentar pronto a la gente. Sólo que esta vez la felicidad no le fue fiel. Con indignado asombro las buenas ciudadanas comprobaron que la señora de M. seguía llevando chaquetas ceñidas y que así resultaba evidente que no podía «haber nada». Luego murmuraron por lo bajo, pero a un nivel suficientemente audible, que una cura en Franzensbad no podía perjudicarla. Y, vaya por dónde, cuando también en esta ocasión (¡cómo habría podido ser de otra forma!) el señor M. hizo suya la opinión pública, su mujercita se atuvo exactamente al tiempo prescrito para lucir en vez de ajustadas chaquetas un abrigo de montar en bicicleta. El «carácter» estaba salvado.
M. empeoraba. Su esposa iba a verlo con discreta compasión
La fama de hombre de honor de M. sobrepasó pronto los límites de la ciudad. Hacía mucho tiempo que se hablaba ya de una condecoración. El famoso comerciante dio por su parte los pasos necesarios y, al cabo de unos meses, no le resultó demasiado difícil al leal condecorado expresar su más íntimo agradecimiento con un ojal lleno y un discurso vacío.
En un viaje de negocios que hizo en invierno, M. cogió un fuerte resfriado que lo postró en el lecho del hospital. Una malformación pulmonar que su médico había diagnosticado hacía ya veinte años se hizo notar entonces. M. empeoraba de día en día. Su esposa iba a verlo con discreta compasión. [...]
Una mañana al enfermo de gravedad lo arrancaron de sus sueños febriles unos fuertes gritos. Se estremeció, miró fija y perdidamente a su alrededor y, con voz fatigada, preguntó a la hermana de la caridad qué era aquello. Y, como ésta guardara silencio y le pidiera que se tranquilizara, llamó a su anciano sirviente y le hizo la misma pregunta.
Éste no disimuló, se rascó la cabeza y dijo echando pestes:
–Dios mío, esos tontos andan diciendo que el señor ha muerto, que el diablo se lo quite de la cabeza... –y volvió a salir.
El enfermo le miró boquiabierto.
Luego se tumbó del lado izquierdo y se durmió...
Era todo un carácter.
–Todo un carácter.
Su compañero encontró esa expresión tan certera que sólo fue capaz de repetir con reforzado énfasis:
–Todo un carácter. [...]
Después ninguno de los dos pronunció una palabra más. Se hizo el silencio. Sólo crujían las ruedas del coche de difuntos y se oía, más bajo, el chapoteo de los pasos.
El «carácter» había venido al mundo en el seno de la familia de un hombre de sobrio bienestar. El señor M., el padre, poseía una pequeña casa, un gran concepto del honor y una mujer hacendosa. O sea, bastante.
El pequeño M. no respiraba aún el aire con olor a fenol de la sala de parturientas, cuando las mujeres que asistían a su madre se intercambiaban ya entre ellas miradas y susurraban:
–Será niño.
Seguían cada movimiento de la mujer e iban expresando sus sospechas en un tono cada vez más agitado. Y, cuando finalmente llegó la respuesta a sus dudas bajo una forma arrugada, viva y de color marrón rojizo... ¡resultó ser un niño! El pequeño M. creció y fue como cualquier otro; llegó el momento en que sus delicadas patitas delanteras se transformaron en manos y en que los dedos de esas manos ya no recorrían como hormigas los pasillos, sino que preferían detenerse en la boca y en la nariz. A éstos siguieron los años de los árboles de Navidad y de las exhibiciones. Todas las semanas al muchacho le hacían ir al gélido salón; allí lo observaban boquiabiertos, le tocaban el pelo, las mejillas y la barbilla, le enseñaban a dar la mano con buenos modales y, llegado el caso, a pronunciar su sonoro nombre con modesta grandeza. A todo el mundo le parecía encantador, «el fiel retrato» del padre, de la madre, de éste o de aquel tío, y pocos se despedían sin la sublime predicción de que, en su momento, el chico seguro que sería además muy bueno. El pequeño había oído con suficiente frecuencia esa expresión de clarividente admiración. Y sin mucho esfuerzo, incluso sin llegar a ser realmente consciente de su éxito, superó la escuela primaria, escaló con una seguridad loable, algo pedante, los ocho peldaños de la escalera del instituto y luego anduvo un año más entrando y saliendo de los auditorios de la Universidad, tras lo cual se perdió en el silencio del escritorio paterno. Un día corrió la voz de que el joven M. iba a heredar la dirección del negocio de su progenitor, quien ya se estaba haciendo viejo, y poco después sucedió. El padre falleció pronto, y el nuevo dueño supo mantener el prestigio de la casa con estricta puntualidad y bastante trabajo. A menudo el indeciso comerciante oía en boca de sus amigos que se decía que tenía grandes proyectos y, lleno de asombrosa admiración por la ambición que se le adjudicaba, empezó de verdad a poner en marcha algunos de los planes que le imputaban; y alguno que otro salió bien. Así fueron transcurriendo los años. Hacer realidad las intenciones que le atribuían las habladurías de la gente había mejorado su bienestar significativamente y nada resultaba más natural que los chismosos murmuraran algo sobre el inminente compromiso de M. El rumor llegó a sus oídos; casi de manera involuntaria dirigió desde ese momento su atención a la novia designada, y a las pocas semanas el susurrante «sí» brotaba de la fogosa y sonora voz del joven esposo. En esta ocasión tampoco había decepcionado las expectativas de la gente: ¡ése sí que era todo un carácter!
Construcción de un teatro
Mucho tiempo llevaban los buenos habitantes de la ciudad natal y de residencia de M. planeando la construcción de un teatro. Todo el mundo sabe que aún no se ha levantado ninguna sala de espectáculos con sólo buena voluntad, sino que incluso las más sencillas han necesitado al menos... unos malos tablones. De lo primero, la gente poseía suficiente material, pero para conseguir lo segundo faltaba el dinero. Los previsores padres de la ciudad fruncían el ceño ya desde por la mañana temprano, y se lo tomaban muy a mal si uno de ellos olvidaba mantener ese signo de grave dignidad por la noche, tomando unas cervezas.
Cual tormenta de primavera corrió entonces por la ciudad el rumor de que M. había decidido anticipar el dinero necesario para la construcción del templo de las musas. Y al igual que la brisa de primavera despierta las voces de las aves, esa noticia despertó por todas partes un sonoro elogio. Una delegación del Ayuntamiento, con el derretido rostro de manzana invernal del alcalde a la cabeza, se presentó pocas horas después en el despacho del benefactor. El intendente, interrumpido por constantes muestras de alegría, le dio las gracias por el generoso gesto. M. se quedó perplejo durante un rato. Pero pronto adivinó el sentido de aquella demostración de alegría. Una ligera sombra cubrió su frente. Iba a quitarles de la cabeza aquella idea, pero entonces se le ocurrió que, con esa aparente volubilidad, podía dañarse a sí mismo y a su negocio, de modo que con una sonrisa agridulce aceptó el contrato, en el que aparecía consignada una suma nada insignificante. De ese modo la fama de M. fue creciendo con los años. [...]
Tan sólo en una única ocasión el «carácter» estuvo a punto de defraudar las expectativas de la gente. En secreto se hablaba de un «feliz acontecimiento» que «iba a producirse» en casa de los M. Y las miradas curiosas seguían a la joven esposa en cuanto se dejaba ver en la calle. Así que el noble comerciante se esforzó considerablemente para contentar pronto a la gente. Sólo que esta vez la felicidad no le fue fiel. Con indignado asombro las buenas ciudadanas comprobaron que la señora de M. seguía llevando chaquetas ceñidas y que así resultaba evidente que no podía «haber nada». Luego murmuraron por lo bajo, pero a un nivel suficientemente audible, que una cura en Franzensbad no podía perjudicarla. Y, vaya por dónde, cuando también en esta ocasión (¡cómo habría podido ser de otra forma!) el señor M. hizo suya la opinión pública, su mujercita se atuvo exactamente al tiempo prescrito para lucir en vez de ajustadas chaquetas un abrigo de montar en bicicleta. El «carácter» estaba salvado.
M. empeoraba. Su esposa iba a verlo con discreta compasión
La fama de hombre de honor de M. sobrepasó pronto los límites de la ciudad. Hacía mucho tiempo que se hablaba ya de una condecoración. El famoso comerciante dio por su parte los pasos necesarios y, al cabo de unos meses, no le resultó demasiado difícil al leal condecorado expresar su más íntimo agradecimiento con un ojal lleno y un discurso vacío.
En un viaje de negocios que hizo en invierno, M. cogió un fuerte resfriado que lo postró en el lecho del hospital. Una malformación pulmonar que su médico había diagnosticado hacía ya veinte años se hizo notar entonces. M. empeoraba de día en día. Su esposa iba a verlo con discreta compasión. [...]
Una mañana al enfermo de gravedad lo arrancaron de sus sueños febriles unos fuertes gritos. Se estremeció, miró fija y perdidamente a su alrededor y, con voz fatigada, preguntó a la hermana de la caridad qué era aquello. Y, como ésta guardara silencio y le pidiera que se tranquilizara, llamó a su anciano sirviente y le hizo la misma pregunta.
Éste no disimuló, se rascó la cabeza y dijo echando pestes:
–Dios mío, esos tontos andan diciendo que el señor ha muerto, que el diablo se lo quite de la cabeza... –y volvió a salir.
El enfermo le miró boquiabierto.
Luego se tumbó del lado izquierdo y se durmió...
Era todo un carácter.
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