- ven – // vendrá / lo que silencio // muere como el rock and roll
(Yaxkin Melchy)
(Yaxkin Melchy)
Hay, de entre los muchos tipos de poetas y de poesía que puedan darse, dos tipos de poetas que son ambos necesarios, cada cual a su manera. Unos son los que se adelantan, los que abren las puertas, los que investigan modos y maneras que otros habrán de seguir. Los otros son ese tipo de poetas, civiles, que dan forma exacta, y comprensible, a ala voz de todo un pueblo de toda una comunidad, de un fragmento de vida que necesita ser cantado, comprendido, asimilado y que, con el paso del tiempo, se convierte en “popular”. Yaxkin Melchy es del primer tipo; el recientemente fallecido, haxce apenas una semana, José Antonio Labordeta es un representante del segundo.
El telescopio particular de Yaxkin Melchy
Yaxkin Melchy y Los poemas que vi por un telescopio (Tierra Adentro, 2009) son una de las constaciones más fehacientes de una nueva generación poética mexicana. Con el espaldarazo que supone un premio como el Nacional Elías Nandino, Yaxkin, poeta activo y movido donde los haya, ofrece en este libro una obra a la vez completa, por lo unitario, como incompleta, por hacerse, en proceso, ya que como significativamente escribe en la última página del volumen: “este libro forma parte de El Nuevo Mundo”.
Los poemas de Melchin van de la vanguardia, tanto fonética en, por ejemplo, “Gatitos Estelares” a la gráfica hecha poema, como en la serie de los “sueños, a ya clásico poema en prosa que el autor utiliza para sus momentos de mayor verdad histórica. Y en todo ese tráfago de modos y decires, destaca, en estos tiempos de tanto poemario que no es más que una serie de poemas recopilados, una voz fuerte, prometedora, que une en sí misma todas la verdades cósmicas, cosmogónicas, a las que a veces sólo se da acceso a través de otro, en este caso el telescopio.
Yaxkin Melchin, abandonando el yo protagónico tan central a muchos de sus poemas, alza, a mitad del poemario, una voz que se transforma en un nosotros, convirtiéndose en una propuesta generacional, o al menos de un determinado grupo dentro de esta generación más joven, que ajusta cuentas con sus mayores y también consigo mismo: “ Sabemos que tuvimos maestros / Ellos fueron la libertad de sumar todos los números de la Tierra / La libertad de restar / dividir / exponenciar cada palabra hasta los últimos metros sin aire // Decidimos si somos poetas salvajes o no / O somos los que se dicen poetas salvajes / O somos a los que les dicen poetas salvajes / O somos poetas salvajes indecididos / O somos poetas salvajes incendiados / O somos poetas salvajes truncos de las piernas / Con los ojos volando por las páginas de la poesía”.
José Antonio Labordeta, in memoriam
Víctor Manuel San José, en el obituario de El País, utiliza para despedirse de Labordeta, una referencia al “Llanto por Ignacio Sánchez Mejías” de Federico García Lorca: “Tardará en nacer, si es que nace, alguien más pegado a un territorio, Aragón, más resuelto a cargar sobre sus hombros la historia grande y la intrahistoria; empotrado en su paisaje, hombro con hombro con el paisanaje. Indisolublemente unidos para siempre”. Pocos aragoneses, pero de esos pocos todos grandes, permanecen con más fuerza en la memoria colectiva de un pueblo que desde el momento mismo de su muerte pide que su “Canto a la libertad” (“habrá un día en que todos al levantar la vista veamos una tierra que ponga ‘Libertad’”) sea el himno oficial de la región española.
Y, aunque no tan gran poeta como su hermano, el malogrado Miguel Labordeta, a quien se le truncaron demasiado joven todas las promesas de los libros por venir, José Antonio Labordeta era ese poema que llama a las cosas por su nombre y con el que tan difícil es no asentir: “Hoy quisiera olvidarme del mar, / del mar en las ventanas, / del dígale usted a todos buenos días, / seguimos por aquí, / así como siempre, muy buenos de salud / y de agonía. // Hoy quisiera no saber las palabras, / olvidarme los ritos, las maneras, / ser tan libre como la mano de una niña, / o el ojo de un pájaro en la niebla. / Hoy quisiera / -queremos siempre y para nada sirve- / decir palabras lentas, / melodías colgadas de la sombra”.
Banda sonora
“En efecto, Odio París recuerdan a los Planetas, y retrocedimos diez o quince años en el tiempo, y por un momento hasta me pude creer la ilusión de tener la misma edad que los que estaban sobre el escenario” (Interaccionismo simbólico)
El telescopio particular de Yaxkin Melchy
Yaxkin Melchy y Los poemas que vi por un telescopio (Tierra Adentro, 2009) son una de las constaciones más fehacientes de una nueva generación poética mexicana. Con el espaldarazo que supone un premio como el Nacional Elías Nandino, Yaxkin, poeta activo y movido donde los haya, ofrece en este libro una obra a la vez completa, por lo unitario, como incompleta, por hacerse, en proceso, ya que como significativamente escribe en la última página del volumen: “este libro forma parte de El Nuevo Mundo”.
Los poemas de Melchin van de la vanguardia, tanto fonética en, por ejemplo, “Gatitos Estelares” a la gráfica hecha poema, como en la serie de los “sueños, a ya clásico poema en prosa que el autor utiliza para sus momentos de mayor verdad histórica. Y en todo ese tráfago de modos y decires, destaca, en estos tiempos de tanto poemario que no es más que una serie de poemas recopilados, una voz fuerte, prometedora, que une en sí misma todas la verdades cósmicas, cosmogónicas, a las que a veces sólo se da acceso a través de otro, en este caso el telescopio.
Yaxkin Melchin, abandonando el yo protagónico tan central a muchos de sus poemas, alza, a mitad del poemario, una voz que se transforma en un nosotros, convirtiéndose en una propuesta generacional, o al menos de un determinado grupo dentro de esta generación más joven, que ajusta cuentas con sus mayores y también consigo mismo: “ Sabemos que tuvimos maestros / Ellos fueron la libertad de sumar todos los números de la Tierra / La libertad de restar / dividir / exponenciar cada palabra hasta los últimos metros sin aire // Decidimos si somos poetas salvajes o no / O somos los que se dicen poetas salvajes / O somos a los que les dicen poetas salvajes / O somos poetas salvajes indecididos / O somos poetas salvajes incendiados / O somos poetas salvajes truncos de las piernas / Con los ojos volando por las páginas de la poesía”.
José Antonio Labordeta, in memoriam
Víctor Manuel San José, en el obituario de El País, utiliza para despedirse de Labordeta, una referencia al “Llanto por Ignacio Sánchez Mejías” de Federico García Lorca: “Tardará en nacer, si es que nace, alguien más pegado a un territorio, Aragón, más resuelto a cargar sobre sus hombros la historia grande y la intrahistoria; empotrado en su paisaje, hombro con hombro con el paisanaje. Indisolublemente unidos para siempre”. Pocos aragoneses, pero de esos pocos todos grandes, permanecen con más fuerza en la memoria colectiva de un pueblo que desde el momento mismo de su muerte pide que su “Canto a la libertad” (“habrá un día en que todos al levantar la vista veamos una tierra que ponga ‘Libertad’”) sea el himno oficial de la región española.
Y, aunque no tan gran poeta como su hermano, el malogrado Miguel Labordeta, a quien se le truncaron demasiado joven todas las promesas de los libros por venir, José Antonio Labordeta era ese poema que llama a las cosas por su nombre y con el que tan difícil es no asentir: “Hoy quisiera olvidarme del mar, / del mar en las ventanas, / del dígale usted a todos buenos días, / seguimos por aquí, / así como siempre, muy buenos de salud / y de agonía. // Hoy quisiera no saber las palabras, / olvidarme los ritos, las maneras, / ser tan libre como la mano de una niña, / o el ojo de un pájaro en la niebla. / Hoy quisiera / -queremos siempre y para nada sirve- / decir palabras lentas, / melodías colgadas de la sombra”.
Banda sonora
“En efecto, Odio París recuerdan a los Planetas, y retrocedimos diez o quince años en el tiempo, y por un momento hasta me pude creer la ilusión de tener la misma edad que los que estaban sobre el escenario” (Interaccionismo simbólico)
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