Y si este año no le dan el Nobel de literatura a Philip Roth, ¿no le pueden dar el de la paz?
(José María Justes Torres)
(José María Justes Torres)
Tras el “fracaso” de Humillación, la última novela de Philip Roth devuelve al genio en su mejor forma. Némesis (Mondadori, 2011) es una novela en que vuelve a temas que le son queridos y en los que, reescribiendo personajes y temas, Roth parece encontrarse cómodo. Aquí vuelve a la infancia y a Newark para contar una historia sobre la epidemia de polio en esa comunidad, pero también una historia de moralidad y de lecciones ineludibles sobre la vida. Con su habitual modo de resultar moralista sin moral, mostrando simplemente los personajes y sus acciones, los aciertos y los desaciertos de estos con esa prosa contenida y nada grandilocuente que es característica del escritor judío.
“La vida es así – añadió, una frase que su abuelo decía con frecuencia-. Siempre ocurre alguna cosa extraña”.
Y en Némesis, un nombre griego que remite a la tragedia y en inglés al enemigo, Roth para explicar la vida utiliza una estructura triple. Primero, un Bucky Cantor, entrenador porque su miopía le impidió ir a la guerra, que está en el centro de la epidemia en el barrio judío de Newark, que Roth conoce tan bien. Después, una especie de intermedio, de descanso antes del “catartico” final, un momento de amor y erotismo y sensualidad en el campamento de verano al que Bucky, no huyendo de la enfermedad sino cumpliendo su obligación, se marcha junto a su prometida. Todo para terminar, al más puro estilo rothiano, con el encuentro entre el narrador, al que apenas se le nota salvo en un par de apariciones en primera persona, y el regresado Bucky que debe enfrentar las desastrosas, y nunca queridas, consecuencias de sus buenas acciones.
“-Entonces, con la voz quebrada, añadió.-: Le gustaba la vida”.
Y, como en la mayor parte de las novelas de Roth por no decir en todas, entre las acciones de los personajes, se entremezclan esas conversaciones llenas de sabiduría judía, paterna, del tipo “hay que sacrificarse y luchar para salir adelante en la vida” y materna, del tipo “trabajar, trabajar para que la siguiente generación mandé todo a volar”. En esos momentos, Roth, sus personajes, se convierte en un aforista que en apenas unas cuantas palabras describe perfectamente eso que hemos dado en llamar el sentido de la vida. Apenas, y eso como lector siempre se agradece, apenas hay frase que no tenga desperdicio. Aunque, parte de la genialidad y la marca de Roth, son no añadidos o apartes morales sino verdades de la acción de los personajes y más como cuando en esta novela se enfrentan, pagina sí y página también, con la realidad última, la muerte.
“-Haces lo correcto, una vez y otra y otra, haces lo que es debido sin cesar. Tratas de ser una persona considerada, una persona razonable, una persona complaciente, y ocurre esto. ¿Dónde está el sentido de la vida? / -No parece tener ninguno –dijo el señor Cantor:”
Pero las verdades que puedan explicar la vida, y esa parece ser la gran lección de esta novela, no tienen mayor sentido. Hagan lo que hagan los personajes, sean como Cantor obcecadamente decididos a hacer siempre lo correcto o como los despreocupados italianos que llegan a escupir a los judíos, el problema que plantea Roth es el que ha estado presente en todas sus novelas. Eso que se llama, dependiendo de quien, destino o voluntad divina, Yavhe o corección y entrega, no es en el fondo más que una cadena de acontecimientos en la que, aunque parezca que se protagonizan, no caben más que los papeles secundarios.
“Entonces Horace parecía darse por satisfecho, e iba a colocarse junto a otro de los jugadores. Todo lo que pedía a la vida era eso, que le estrecharan la mano”.
Horace, el tonto del barrio de Newark, el retrasado, es uno de esos personajes secundarios que, como siempre en Roth, se resuelven en acertadísimas pinceladas y que en sus breves apariciones sirve de contrapunto a las acciones de los protagonistas. Mientras todo Newark está preocupado por la epidemia de polio, Horace sólo busca conservar su vida de siempre, pasear, saludar, tomar helado en un verano en el que sigue llevando un grueso abrigo de lana, mientras todos parecen preocupados por la vida y la muerte, él simplemente quiere seguir viviendola. Horace es, en esta novlea de estructura teatral y shakespiriana, ese bufón que con su sola presencia alerta de otro modo de mirar las cosas, pero al que nadie hace caso y que nadie entiende sino hasta el desenlace final de la tragedia.
“Sólo soy una chica corriente que quiere ser feliz. Tú me haces feliz. Siempre me has hecho feliz. ¿Por qué ahora no?”
Y, por supuesto, otro de los temas rothianos más recurrentes, el amor, la sexualidad, su desdcubrimiento o su desaparición según el protagonista, vuelve a parecer con una fuerza que también había perdido en Humillación. En apenas tres o cuatro páginas Roth vuelve a describir, con una maestría que aunque no hubiera perdido hacía tiempo no utilizaba, un encuentro en el bosque de Cantor y su prometida que logra que el lector sonría ante semejante inocencia, inconcencia que a las pocas páginas se pierde al tener que enfrentarse a todas las circunstancias que están fuera de esos árboles y de esa isla, metafórica y real, en la que se han amado. Y Cantor, cuyo mayor problema es que siempre tiene que elegir lo más correcto, va a abandonar esa historia no por falta de amor sino por exceso de él.
“Era imposible creer que Alan yaciera dentro de aquella caja de pino sencilla y color claro por el mero hecho de haber contraído una enfermedad de verano. La caja de la que no puedes escaparte. La caja en la que un niño de doce años tenía doce años para siempre. Los demás vivimos y envejecemos cada día, pero él sigue teniendo doce años. Transcurren millones de años, y él sigue teniendo doce”.
Y, con la epidemia de polio en toda la novela, el viejo novelista, el eterno candidato al Nobel (esta novela, en lo que parace una perfecta estrategia mercadológica, salió a la venta en inglés un día después del anuncio del Nobel a Vargas Llosa) vuelve a su tema recurrente, la muerte. Y es que Roth, escriba de lo que escriba, por muy vitalista que sea, siempre encuentra esa pareja de la vida que es precisamente su ausencia. Némesis es una novela, en ese sentido doble. Por un lado, la urgencia de vivir del señor Cantor, que en las páginas finales el lector descubre que no es tanta o que no fue tanta, y por el otro los primeros muertos de Newark, niños que son, y ya nunca serán, la promesa de la tierra prometida de Estados Unidos. Némesis es una novela en la que los muertos son siempre la promesa que pudieron haber sido y ya nunca serán y los vivos son losque van pasando y, nunca mejor dicho, sobreviviendo. Por la vida, esa vida que siempre es extraña, es por encima de todo sobrevivir. Y, sobre todo, sobrevivirse a uno mismo.
“Unas veces tienes suerte y otras no.
Toda biografía está sujeta al azar y, empezando por la misma idea, el azar –la tiranía de la contingencia- lo es todo. Creo que el señor Cantor se refería al azar cuando censuraba aquello que él llamaba Dios” (Philip Roth).
Banda sonora
“Si te quieres venir / puedo pasarme a buscarte. / Si te quedas conmigo / para que pueda explicarte / lo mucho que te necesito, / aunque creo que ya lo sabes / voy a volver a decirlo. / Te quiero más que nadie, / que te sigo queriendo lo mismo / para que alivies mis males, / señora de mis abismos” (“Alegrías”, Manuel Vallejo, Jota)
“La vida es así – añadió, una frase que su abuelo decía con frecuencia-. Siempre ocurre alguna cosa extraña”.
Y en Némesis, un nombre griego que remite a la tragedia y en inglés al enemigo, Roth para explicar la vida utiliza una estructura triple. Primero, un Bucky Cantor, entrenador porque su miopía le impidió ir a la guerra, que está en el centro de la epidemia en el barrio judío de Newark, que Roth conoce tan bien. Después, una especie de intermedio, de descanso antes del “catartico” final, un momento de amor y erotismo y sensualidad en el campamento de verano al que Bucky, no huyendo de la enfermedad sino cumpliendo su obligación, se marcha junto a su prometida. Todo para terminar, al más puro estilo rothiano, con el encuentro entre el narrador, al que apenas se le nota salvo en un par de apariciones en primera persona, y el regresado Bucky que debe enfrentar las desastrosas, y nunca queridas, consecuencias de sus buenas acciones.
“-Entonces, con la voz quebrada, añadió.-: Le gustaba la vida”.
Y, como en la mayor parte de las novelas de Roth por no decir en todas, entre las acciones de los personajes, se entremezclan esas conversaciones llenas de sabiduría judía, paterna, del tipo “hay que sacrificarse y luchar para salir adelante en la vida” y materna, del tipo “trabajar, trabajar para que la siguiente generación mandé todo a volar”. En esos momentos, Roth, sus personajes, se convierte en un aforista que en apenas unas cuantas palabras describe perfectamente eso que hemos dado en llamar el sentido de la vida. Apenas, y eso como lector siempre se agradece, apenas hay frase que no tenga desperdicio. Aunque, parte de la genialidad y la marca de Roth, son no añadidos o apartes morales sino verdades de la acción de los personajes y más como cuando en esta novela se enfrentan, pagina sí y página también, con la realidad última, la muerte.
“-Haces lo correcto, una vez y otra y otra, haces lo que es debido sin cesar. Tratas de ser una persona considerada, una persona razonable, una persona complaciente, y ocurre esto. ¿Dónde está el sentido de la vida? / -No parece tener ninguno –dijo el señor Cantor:”
Pero las verdades que puedan explicar la vida, y esa parece ser la gran lección de esta novela, no tienen mayor sentido. Hagan lo que hagan los personajes, sean como Cantor obcecadamente decididos a hacer siempre lo correcto o como los despreocupados italianos que llegan a escupir a los judíos, el problema que plantea Roth es el que ha estado presente en todas sus novelas. Eso que se llama, dependiendo de quien, destino o voluntad divina, Yavhe o corección y entrega, no es en el fondo más que una cadena de acontecimientos en la que, aunque parezca que se protagonizan, no caben más que los papeles secundarios.
“Entonces Horace parecía darse por satisfecho, e iba a colocarse junto a otro de los jugadores. Todo lo que pedía a la vida era eso, que le estrecharan la mano”.
Horace, el tonto del barrio de Newark, el retrasado, es uno de esos personajes secundarios que, como siempre en Roth, se resuelven en acertadísimas pinceladas y que en sus breves apariciones sirve de contrapunto a las acciones de los protagonistas. Mientras todo Newark está preocupado por la epidemia de polio, Horace sólo busca conservar su vida de siempre, pasear, saludar, tomar helado en un verano en el que sigue llevando un grueso abrigo de lana, mientras todos parecen preocupados por la vida y la muerte, él simplemente quiere seguir viviendola. Horace es, en esta novlea de estructura teatral y shakespiriana, ese bufón que con su sola presencia alerta de otro modo de mirar las cosas, pero al que nadie hace caso y que nadie entiende sino hasta el desenlace final de la tragedia.
“Sólo soy una chica corriente que quiere ser feliz. Tú me haces feliz. Siempre me has hecho feliz. ¿Por qué ahora no?”
Y, por supuesto, otro de los temas rothianos más recurrentes, el amor, la sexualidad, su desdcubrimiento o su desaparición según el protagonista, vuelve a parecer con una fuerza que también había perdido en Humillación. En apenas tres o cuatro páginas Roth vuelve a describir, con una maestría que aunque no hubiera perdido hacía tiempo no utilizaba, un encuentro en el bosque de Cantor y su prometida que logra que el lector sonría ante semejante inocencia, inconcencia que a las pocas páginas se pierde al tener que enfrentarse a todas las circunstancias que están fuera de esos árboles y de esa isla, metafórica y real, en la que se han amado. Y Cantor, cuyo mayor problema es que siempre tiene que elegir lo más correcto, va a abandonar esa historia no por falta de amor sino por exceso de él.
“Era imposible creer que Alan yaciera dentro de aquella caja de pino sencilla y color claro por el mero hecho de haber contraído una enfermedad de verano. La caja de la que no puedes escaparte. La caja en la que un niño de doce años tenía doce años para siempre. Los demás vivimos y envejecemos cada día, pero él sigue teniendo doce años. Transcurren millones de años, y él sigue teniendo doce”.
Y, con la epidemia de polio en toda la novela, el viejo novelista, el eterno candidato al Nobel (esta novela, en lo que parace una perfecta estrategia mercadológica, salió a la venta en inglés un día después del anuncio del Nobel a Vargas Llosa) vuelve a su tema recurrente, la muerte. Y es que Roth, escriba de lo que escriba, por muy vitalista que sea, siempre encuentra esa pareja de la vida que es precisamente su ausencia. Némesis es una novela, en ese sentido doble. Por un lado, la urgencia de vivir del señor Cantor, que en las páginas finales el lector descubre que no es tanta o que no fue tanta, y por el otro los primeros muertos de Newark, niños que son, y ya nunca serán, la promesa de la tierra prometida de Estados Unidos. Némesis es una novela en la que los muertos son siempre la promesa que pudieron haber sido y ya nunca serán y los vivos son losque van pasando y, nunca mejor dicho, sobreviviendo. Por la vida, esa vida que siempre es extraña, es por encima de todo sobrevivir. Y, sobre todo, sobrevivirse a uno mismo.
“Unas veces tienes suerte y otras no.
Toda biografía está sujeta al azar y, empezando por la misma idea, el azar –la tiranía de la contingencia- lo es todo. Creo que el señor Cantor se refería al azar cuando censuraba aquello que él llamaba Dios” (Philip Roth).
Banda sonora
“Si te quieres venir / puedo pasarme a buscarte. / Si te quedas conmigo / para que pueda explicarte / lo mucho que te necesito, / aunque creo que ya lo sabes / voy a volver a decirlo. / Te quiero más que nadie, / que te sigo queriendo lo mismo / para que alivies mis males, / señora de mis abismos” (“Alegrías”, Manuel Vallejo, Jota)
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