Los inéditos de un escritor siempre son recibidos con ansiedad por estudiosos y lectores. La biografía, y si contiene elementos morbosos más, es también motivo de atención. Por eso, un inédito de Ted Hughes titulado “La Última Carta” no pudo ser, cuando fue descubierto apenas hace unos meses, sino un acontecimiento por motivo doble, por la estatura del poeta inglés y por ser, con ese título, una especie de epílogo a las Cartas de Cumpleaños.
Es de sobra conocida la génesis y publicación del último poemario de Hughes. Avisado por su doctor de la enfermedad que acabará con él en unos cuantos meses, el poeta entrega a su editor y a la editora del Times Literary Suplement un conjunto de poemas escritos, y corregidos, a lo largo de casi treinta años, los mismos años en los que ha tenido que soportar, casi a donde quiera que fuese a hablar en público, diluvios de verduras, insultos o los directísimos gritos acusadores de “asesino, asesino”. Con la aparición de Cartas de Cumpleaños se cerraba o, al menos, se tenía otra visión como elemento de juicio, la complicada relación entre dos de los, probablemente, más grandes poetas en lengua inglesa de la segunda mitad del siglo XX, el propio Hughes y la suicida Sylvia Plath. A los ríos, caudalosos por completar el lugar común, de diferentes y, en muchas ocasiones, encontradas opiniones, se sumaban entonces los poemas de uno de los involucrados.
Aunque reductor, a veces resulta imposible leer determinadas obras sin tener en cuenta la biografía de sus autores. Así fue leída parte de la obra de Hughes y la gran mayoría, por no escribir la totalidad, de la plathiana. Así, aunque no sólo, puede leerse también esta “última carta”, el borrador apenas rescatado y cuyo título lo coloca dentro o, al menos, compartiendo el espíritu de la postrera publicación de Hughes.
A pesar de su innegable y prometedora fuerza poética, “La Última Carta” es, todavía, un borrador que el autor decidió no publicar y que presenta, comparado con los poemas de la misma serie que sí se publicaron, tres características que lo convierten en un texto bastante especial. Primero, una conversación directa sobre los planes de suicidio de Sylvia y la hipótesis de que una carta de Plath a Hughes, la que Jillian Becker comenta en su recuento del último fin de semana de la poetisa, llegó demasiado pronto, de que si hubiese llegado, como podría haber estado previsto, el lunes en la mañana, Ted, que salió corriendo al recibirla, habría podido evitar un desastre. El segundo hecho que llama la atención es la sobreabundancia de imágenes puramente plathianas: “tratamiento de choque”, “dos mujeres / cada una con un aguja”, “los oídos y la máscara hambrienta”, “un infinito odio alemán”, “como el nacimiento que pasa (…) lento” o, por terminar con los ejemplos, “como un arma elegida cuidadosamente”. Y tercero, y más asombroso en la obra de Hughes, una sinceridad salvaje sobre sus aventuras extramatrimoniales, una de las cuales es descrita en este poema con tal riqueza de detalles, el nombre de ella y los lugares visitados, que roza casi la confesión arrepentida.
Pero lo más importante no es la sorpresiva acumulación de detalles autobiográficos, que de seguro serán analizados en los congresos anuales que la academia anglosajona a ambos poetas, sino el hecho de volver a encontrarnos, como lectores, con un Hughes que, aunque en borrador, mantiene su altura poética, esa que habla, como en Cuervo, de un destino ineludible impuesto al hombre, como en Gaudete, de infinitas posibilidades que sólo pueden resolverse a través de la acción, una acción, en este caso, ya imposible.
LA ÚLTIMA CARTA
¿Qué ocurrió aquella noche? Aquella última noche
En que todo fue expuesto dos veces,
Tres. Te vi viva por última vez
Al caer la tarde del viernes
Quemando en el cenicero con una extraña sonrisa
Esa última carta a mí. ¿Había yo estropeado tus planes?
¿O me había sorprendido antes de lo que tenías previsto?
Una hora más tarde y ya te habrías marchado
Donde yo no pudiese encontrarte.
Yo, con tu carta en la mano,
Un rayo que no podía llegar a la tierra,
Me habría alejado de tu puerta cerrada y roja
Que ya nadie abriría.
Eso para mí
Hubiera sido un tratamiento de choque
Que se repetiría una vez y otra, todo el fin de semana,
Cuando la leyera o simplemente al pensarla.
Eso hubiera ordenado mis pensamiento y mi vida.
El tratamiento que planeabas necesitaba tiempo.
No puedo imaginarme cómo
Hubiera podido soportar ese fin de semana.
No puedo imaginarlo. ¿Lo tenías ya todo planeado?
Tu nota me llegó demasiado pronto. Ese mismo día,
Viernes en la tarde y la habías mandado en la mañana.
La adelantaron los demonios que siempre prevalecen.
Esa fue una más de las pajas de la mala suerte
Que contra ti quiso poner el servicio postal
Y que se añadió a tu carga. Salí rápido por entre la nieve
Ya azulada en Febrero. Anochecía en Londres.
Lloré de alivio cuando abriste la puerta.
Mil y un acertijos a solucionar. Lágrimas precoces
Que no pude interpretar, que fracasaron al comunicar
Su verdadera importancia. Pero lo que dijiste,
Sobre las cenizas aún humeantes de esa carta
Destruida con tanto cuidado, con tanta calma,
Me dejó dejarte, marcharme
Para que quitaras las cenizas de tu plan, del cenicero
En el que apoyaste para que yo leyera
El número de teléfono del doctor.
Mi huida
Se había convertido en un hechizo,
Desesperanzado e insomne, con todos sus sueños gastados,
Y yo sólo quería volver a capturarlos, sólo quería
Caer en algún sitio fuera de ese vacío.
Dos días de no hacer nada. Dos días gratis.
Dos días sin calendario y robados
De un mundo sin nombre
Más allá de lo del día, de sentimientos y de nombres.
El amor de mi vida lo agarró. El desmayado amor de mi vida
Con sus dos agujas locas,
Esas que tejían su rosa, esas que atravesaban y anudaban
En el tapete su tatuaje sangriento
En algún sitio y adentro de mí,
Anudando ese embrollo blasonado,
Dos agujas locas, pespuntando sus pespuntes,
Eligiendo
De mis nervios sus colores,
Rehaciéndose adentro de mi piel, rehaciéndose
La una a la otra como una caricatura.
Su obsesionado entrar y salir. Dos mujeres
Cada una con una aguja.
Esa noche
Mi Susan de De la Robbia. Me moví
Con la circunspección
De una llama en la mecha. Toda mi furia
Era un esfuerzo abandonado de volar
El viejo globo sobre el que las sombras doblaban
Mi delator rastro de ceniza. Corrí
De un lado a otro, corrí mirando atrás, una película al revés.
¿Corrí hacia dónde? Fuimos a Rugby Street
Donde tú y yo comenzamos.
¿Por qué fuimos allí? ¿De todos los lugares donde pudimos ir,
Por qué fuimos allí? La perversidad
En el arte de nuestro destino
Ajustó sus refinamientos para ti, para mí,
Para Susan. Un solitario
Que jugaba a ser el minotauro de ese laberinto
Que incluía hasta a Helena en la planta baja.
Tú te habías fijado en ella: una chica para un cuento.
Nunca la conociste. Pocos la conocieron
Si no era a través de los oídos y la máscara hambrienta
De su perro alsaciano. Tú ni siquiera la habías visto.
Tú tan solo te encogías
Cuando el demente animal se impactaba contra la puerta
Mientras atravesábamos el pasillo
Y la oíamos ahogarse en un infinito odio alemán.
Aquel sábado en la noche abrió su puerta
Apenas unos centímetros.
Susan se encontró con sus ojos negros, con el triste
Sobrepeso y la cara amorosa que se veía
Al otro lado de la cadena. Se cerró la puerta.
La oímos consolar al carcelero en su celda,
En su guarida, esa en la que apenas unos días después,
Lo ahogaría en gas, se ahogaría ella misma.
Susan y yo pasamos esa noche
En la cama de nuestra primera noche. No lo había vuelto a ver
Desde que nos tumbamos en ella la noche de bodas.
No me la llevé a mi propia cama.
Se me ocurrió que con el fin de semana
Pudieras aparecer en una visita sorpresa.
¿Apareciste para tocar en mi ventana oscura?
Por eso me quedé con Susan escondiéndome de ti
En nuestro lecho conyugal, el mismo
Del que en tres años se la llevarían a morir
Al mismo hospital en el que,
En doce horas,
Yo te encontraría muerta.
El lunes en la mañana
La llevé al trabajo, a la City
Y después estacioné el auto al norte de Euston Road
Y volví a donde mi teléfono me esperaba.
Lo que pasó esa noche, en tus horas,
Nadie lo sabe, como si nunca hubiera ocurrido.
La acumulación de toda tu vida,
Como en un esfuerzo inconsciente, como en el nacimiento
Que pasa lento, que atraviesa la membrana de un segundo
Hasta el siguiente, ocurrió
Sólo como si no pudiese ocurrir,
Como si no estuviera ocurriendo. ¿Cuántas veces sonó
En mi habitación vacía el teléfono
Contigo en el tuyo oyendo el tono
Y a ambos lados una memoria que se desvanece
De un teléfono sonando
En una mente que ya estaba muerta.
Cuento las veces que fuiste hasta la cabina
Al final de Saint George.
Ahí estás siempre que miro, apenas
A la salida de Fitzroy Road, cruzando
Entre los montículos de azúcar sucio.
Con tu largo abrigo negro,
Con la coleta a tus espaldas,
Con tu andar que no se mueve ni despierta
Y nadie más anda,
Andando por las escaleras de Primrose Hill
Hacia la cabina de teléfono a la que nunca llegas.
Antes de medianoche. Después. Otra vez
Y otra y otra vez. Y, ya cerca del alba, otra.
¿En qué posición de las manecillas de mi reloj hiciste
Tu último intento,
Ya más allá de mí capacidad de escucharlo
Y agitaste la almohada
De esa cama vacía? ¿Una última vez
Que rozó apenas mis papeles y mis libros?
Cuando llegué el teléfono ya estaba dormido.
La almohada inocente. Dormía mi habitación
Henchida de la nevada luz matutina.
Encendí el fuego y saqué los papeles.
Y apenas había comenzado a escribir cuando el teléfono
Se despertó como alarmado,
Como recordando todo. Tomó vida de nuevo en mi mano.
Y después, como un arma elegida cuidadosamente
O como una inyección,
Depositó con frialdad sus cuatro palabras
En lo más profundo de mi oído: “Su esposa ha muerto”.
Es de sobra conocida la génesis y publicación del último poemario de Hughes. Avisado por su doctor de la enfermedad que acabará con él en unos cuantos meses, el poeta entrega a su editor y a la editora del Times Literary Suplement un conjunto de poemas escritos, y corregidos, a lo largo de casi treinta años, los mismos años en los que ha tenido que soportar, casi a donde quiera que fuese a hablar en público, diluvios de verduras, insultos o los directísimos gritos acusadores de “asesino, asesino”. Con la aparición de Cartas de Cumpleaños se cerraba o, al menos, se tenía otra visión como elemento de juicio, la complicada relación entre dos de los, probablemente, más grandes poetas en lengua inglesa de la segunda mitad del siglo XX, el propio Hughes y la suicida Sylvia Plath. A los ríos, caudalosos por completar el lugar común, de diferentes y, en muchas ocasiones, encontradas opiniones, se sumaban entonces los poemas de uno de los involucrados.
Aunque reductor, a veces resulta imposible leer determinadas obras sin tener en cuenta la biografía de sus autores. Así fue leída parte de la obra de Hughes y la gran mayoría, por no escribir la totalidad, de la plathiana. Así, aunque no sólo, puede leerse también esta “última carta”, el borrador apenas rescatado y cuyo título lo coloca dentro o, al menos, compartiendo el espíritu de la postrera publicación de Hughes.
A pesar de su innegable y prometedora fuerza poética, “La Última Carta” es, todavía, un borrador que el autor decidió no publicar y que presenta, comparado con los poemas de la misma serie que sí se publicaron, tres características que lo convierten en un texto bastante especial. Primero, una conversación directa sobre los planes de suicidio de Sylvia y la hipótesis de que una carta de Plath a Hughes, la que Jillian Becker comenta en su recuento del último fin de semana de la poetisa, llegó demasiado pronto, de que si hubiese llegado, como podría haber estado previsto, el lunes en la mañana, Ted, que salió corriendo al recibirla, habría podido evitar un desastre. El segundo hecho que llama la atención es la sobreabundancia de imágenes puramente plathianas: “tratamiento de choque”, “dos mujeres / cada una con un aguja”, “los oídos y la máscara hambrienta”, “un infinito odio alemán”, “como el nacimiento que pasa (…) lento” o, por terminar con los ejemplos, “como un arma elegida cuidadosamente”. Y tercero, y más asombroso en la obra de Hughes, una sinceridad salvaje sobre sus aventuras extramatrimoniales, una de las cuales es descrita en este poema con tal riqueza de detalles, el nombre de ella y los lugares visitados, que roza casi la confesión arrepentida.
Pero lo más importante no es la sorpresiva acumulación de detalles autobiográficos, que de seguro serán analizados en los congresos anuales que la academia anglosajona a ambos poetas, sino el hecho de volver a encontrarnos, como lectores, con un Hughes que, aunque en borrador, mantiene su altura poética, esa que habla, como en Cuervo, de un destino ineludible impuesto al hombre, como en Gaudete, de infinitas posibilidades que sólo pueden resolverse a través de la acción, una acción, en este caso, ya imposible.
LA ÚLTIMA CARTA
¿Qué ocurrió aquella noche? Aquella última noche
En que todo fue expuesto dos veces,
Tres. Te vi viva por última vez
Al caer la tarde del viernes
Quemando en el cenicero con una extraña sonrisa
Esa última carta a mí. ¿Había yo estropeado tus planes?
¿O me había sorprendido antes de lo que tenías previsto?
Una hora más tarde y ya te habrías marchado
Donde yo no pudiese encontrarte.
Yo, con tu carta en la mano,
Un rayo que no podía llegar a la tierra,
Me habría alejado de tu puerta cerrada y roja
Que ya nadie abriría.
Eso para mí
Hubiera sido un tratamiento de choque
Que se repetiría una vez y otra, todo el fin de semana,
Cuando la leyera o simplemente al pensarla.
Eso hubiera ordenado mis pensamiento y mi vida.
El tratamiento que planeabas necesitaba tiempo.
No puedo imaginarme cómo
Hubiera podido soportar ese fin de semana.
No puedo imaginarlo. ¿Lo tenías ya todo planeado?
Tu nota me llegó demasiado pronto. Ese mismo día,
Viernes en la tarde y la habías mandado en la mañana.
La adelantaron los demonios que siempre prevalecen.
Esa fue una más de las pajas de la mala suerte
Que contra ti quiso poner el servicio postal
Y que se añadió a tu carga. Salí rápido por entre la nieve
Ya azulada en Febrero. Anochecía en Londres.
Lloré de alivio cuando abriste la puerta.
Mil y un acertijos a solucionar. Lágrimas precoces
Que no pude interpretar, que fracasaron al comunicar
Su verdadera importancia. Pero lo que dijiste,
Sobre las cenizas aún humeantes de esa carta
Destruida con tanto cuidado, con tanta calma,
Me dejó dejarte, marcharme
Para que quitaras las cenizas de tu plan, del cenicero
En el que apoyaste para que yo leyera
El número de teléfono del doctor.
Mi huida
Se había convertido en un hechizo,
Desesperanzado e insomne, con todos sus sueños gastados,
Y yo sólo quería volver a capturarlos, sólo quería
Caer en algún sitio fuera de ese vacío.
Dos días de no hacer nada. Dos días gratis.
Dos días sin calendario y robados
De un mundo sin nombre
Más allá de lo del día, de sentimientos y de nombres.
El amor de mi vida lo agarró. El desmayado amor de mi vida
Con sus dos agujas locas,
Esas que tejían su rosa, esas que atravesaban y anudaban
En el tapete su tatuaje sangriento
En algún sitio y adentro de mí,
Anudando ese embrollo blasonado,
Dos agujas locas, pespuntando sus pespuntes,
Eligiendo
De mis nervios sus colores,
Rehaciéndose adentro de mi piel, rehaciéndose
La una a la otra como una caricatura.
Su obsesionado entrar y salir. Dos mujeres
Cada una con una aguja.
Esa noche
Mi Susan de De la Robbia. Me moví
Con la circunspección
De una llama en la mecha. Toda mi furia
Era un esfuerzo abandonado de volar
El viejo globo sobre el que las sombras doblaban
Mi delator rastro de ceniza. Corrí
De un lado a otro, corrí mirando atrás, una película al revés.
¿Corrí hacia dónde? Fuimos a Rugby Street
Donde tú y yo comenzamos.
¿Por qué fuimos allí? ¿De todos los lugares donde pudimos ir,
Por qué fuimos allí? La perversidad
En el arte de nuestro destino
Ajustó sus refinamientos para ti, para mí,
Para Susan. Un solitario
Que jugaba a ser el minotauro de ese laberinto
Que incluía hasta a Helena en la planta baja.
Tú te habías fijado en ella: una chica para un cuento.
Nunca la conociste. Pocos la conocieron
Si no era a través de los oídos y la máscara hambrienta
De su perro alsaciano. Tú ni siquiera la habías visto.
Tú tan solo te encogías
Cuando el demente animal se impactaba contra la puerta
Mientras atravesábamos el pasillo
Y la oíamos ahogarse en un infinito odio alemán.
Aquel sábado en la noche abrió su puerta
Apenas unos centímetros.
Susan se encontró con sus ojos negros, con el triste
Sobrepeso y la cara amorosa que se veía
Al otro lado de la cadena. Se cerró la puerta.
La oímos consolar al carcelero en su celda,
En su guarida, esa en la que apenas unos días después,
Lo ahogaría en gas, se ahogaría ella misma.
Susan y yo pasamos esa noche
En la cama de nuestra primera noche. No lo había vuelto a ver
Desde que nos tumbamos en ella la noche de bodas.
No me la llevé a mi propia cama.
Se me ocurrió que con el fin de semana
Pudieras aparecer en una visita sorpresa.
¿Apareciste para tocar en mi ventana oscura?
Por eso me quedé con Susan escondiéndome de ti
En nuestro lecho conyugal, el mismo
Del que en tres años se la llevarían a morir
Al mismo hospital en el que,
En doce horas,
Yo te encontraría muerta.
El lunes en la mañana
La llevé al trabajo, a la City
Y después estacioné el auto al norte de Euston Road
Y volví a donde mi teléfono me esperaba.
Lo que pasó esa noche, en tus horas,
Nadie lo sabe, como si nunca hubiera ocurrido.
La acumulación de toda tu vida,
Como en un esfuerzo inconsciente, como en el nacimiento
Que pasa lento, que atraviesa la membrana de un segundo
Hasta el siguiente, ocurrió
Sólo como si no pudiese ocurrir,
Como si no estuviera ocurriendo. ¿Cuántas veces sonó
En mi habitación vacía el teléfono
Contigo en el tuyo oyendo el tono
Y a ambos lados una memoria que se desvanece
De un teléfono sonando
En una mente que ya estaba muerta.
Cuento las veces que fuiste hasta la cabina
Al final de Saint George.
Ahí estás siempre que miro, apenas
A la salida de Fitzroy Road, cruzando
Entre los montículos de azúcar sucio.
Con tu largo abrigo negro,
Con la coleta a tus espaldas,
Con tu andar que no se mueve ni despierta
Y nadie más anda,
Andando por las escaleras de Primrose Hill
Hacia la cabina de teléfono a la que nunca llegas.
Antes de medianoche. Después. Otra vez
Y otra y otra vez. Y, ya cerca del alba, otra.
¿En qué posición de las manecillas de mi reloj hiciste
Tu último intento,
Ya más allá de mí capacidad de escucharlo
Y agitaste la almohada
De esa cama vacía? ¿Una última vez
Que rozó apenas mis papeles y mis libros?
Cuando llegué el teléfono ya estaba dormido.
La almohada inocente. Dormía mi habitación
Henchida de la nevada luz matutina.
Encendí el fuego y saqué los papeles.
Y apenas había comenzado a escribir cuando el teléfono
Se despertó como alarmado,
Como recordando todo. Tomó vida de nuevo en mi mano.
Y después, como un arma elegida cuidadosamente
O como una inyección,
Depositó con frialdad sus cuatro palabras
En lo más profundo de mi oído: “Su esposa ha muerto”.
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