... pero tú, que dejabas a las nueve las fiestas, / sabías que la guerra, como el verso libre, es un signo / de mala educación.
(Derek Walcott)
La poesía es, siempre, una labor de lucha contra el mundo, un modo explicarlo que no sea el común, el cotidiano. Y si de algo sirve la lección de los verdaderamente poetas es la de que la mejor manera de contar y cantar el mundo es través de la verdad. Pasan los tiempos, pero sigue siendo acertado, plenamente acertado, el dicho de Keats: "la verdad es belleza y la belleza verdad". Derek Walcott, poeta que bebe igual de la tradición anglosajona y de la añoranza, reconvertida últimamente en presencia casi total, de la tierra caribeña, tiene presente esa máxima y, de un modo más sosegado, sereno, como anticipando que este va a ser su último libro (aunque en The Prodigal se decía ya a sí mismo “en el que será tu último libro”), Garcetas Blancas (Bartleby Editores, 2010).
En estos tiempos en que la lírica parece ser un mal modo de cortar las líneas en versos o un campeonato por encontrar la imagen más espectacular, la más chocante, la más llamativa, Walcott regresa a la simpleza de lo visto, a la pureza de retratar aquello que se tiene enfrente basando la emoción, sobre todo, en la pureza de la mirada limpia. Uno de los gritos desesperados, el poeta ya se descubre a un paso de la muerte y con la mayoría de los conocidos ya al otro lado, podría resumir la intención del premio Nobel: “¡Santa Lucía, ciégame / por mi falta de vista, patrona de islas y ojos!”. De estas dos líneas se desprenden los motivos de los casi cincuenta poemas del volumen: la isla natal, aquello que se recuerda y ahora se ve con una luz más acertada, el arrepentimiento de no ver como se debía haber visto y la ceguera, una ceguera que, al contrario de la real, abre sus ojos no a la realidad oculta sino a, simplemente, aquello que se ofrece.
Derek Walcott, en un recuento de viajes y momentos, se enfrenta también a sí mismo y lo que ha sido, a lo que debió ser, su voluntad y su verdad como escritor, en uno de los pocos poemas en los que no aparece, y aquí es significativo, una sola ave. Dice Walcott. “¿Quién se ha llevado de aquí mi máquina de escribir, / que me ha convertido en un músico sin su piano / al que se le presenta un vacío claro y grotesco / como otra primavera (…)? / No hay palabras (…) / Ni verso, ni aves”.
Pero es desde esa sinceridad, desde ese lugar, o eso contemplado, para lo que no hay palabras, donde el autor encuentra, precisamente, su fuerza para este nuevo tono de voz, semejante a su poesía anterior, pero con un hálito que lo acerca a la tranquilidad de, por ejemplo, Brodsky. Es Walcott revisitando, pasados ya los años, paisajes queridos (“En la orilla de la memoria se acumulan las algas, / en la maraña de coronas, guirnaldas de flores”), amigos ya idos (“Descuelgo el cuarto lunar para tocar elogios, / a vosotros, Horace Pippin, Romare, Jacob Lawrence, / vi allí el clarín de la luna y en ellos pensé”), las lecturas (“ Leeré algo: / brilla el aire y las sombras corren como las penas, / abro sus libros, veo sus formas a lo lejos / que se acercan y como siempre llegan, sus voces / en la hoja de una nube, la espuma en mi cabeza”).
Dos son los motivos que recorren todo el poemario, los pájaros, que a pesar del título no sólo son garzas, y la blancura. Allá a donde se vuelvan los ojos del poeta, enlazando con esa tradición clásica del vuelo del pájaro como un augur, aparecen aves que, muchas veces no tienen más significado que su propia presencia, lo que hace aún más significativo un encuentro con una garza (“como un cuadro de El Bosco, dijo. Un inmenso pájaro / de pronto allí estaba, quizá el que le hubo afectado, / una sepulcral garceta o garza; la inefable / palabra siempre acompañándonos”). Allá donde se vuelva la cabeza del poeta, ya canoso, se enfrenta con realidades que le devuelven su propio color, el paso del tiempo: las olas, los campanarios, la página en blanco, las nubes.
Y el lector, al cerrar este libro rotundo, no puede tener sino la impresión de que Derek Walcott ha cumplido ya lo prometido en esa autobiografía en verso que era Another Life: “Un hombre vive la mitad de su vida / la segunda mitad es memoria // la primera mitad, dudas / por lo que pudo haber sucedido / pero no pudo ser, o / lo que ocurrió con los demás / cuando no debió ser así”.
En estos tiempos en que la lírica parece ser un mal modo de cortar las líneas en versos o un campeonato por encontrar la imagen más espectacular, la más chocante, la más llamativa, Walcott regresa a la simpleza de lo visto, a la pureza de retratar aquello que se tiene enfrente basando la emoción, sobre todo, en la pureza de la mirada limpia. Uno de los gritos desesperados, el poeta ya se descubre a un paso de la muerte y con la mayoría de los conocidos ya al otro lado, podría resumir la intención del premio Nobel: “¡Santa Lucía, ciégame / por mi falta de vista, patrona de islas y ojos!”. De estas dos líneas se desprenden los motivos de los casi cincuenta poemas del volumen: la isla natal, aquello que se recuerda y ahora se ve con una luz más acertada, el arrepentimiento de no ver como se debía haber visto y la ceguera, una ceguera que, al contrario de la real, abre sus ojos no a la realidad oculta sino a, simplemente, aquello que se ofrece.
Derek Walcott, en un recuento de viajes y momentos, se enfrenta también a sí mismo y lo que ha sido, a lo que debió ser, su voluntad y su verdad como escritor, en uno de los pocos poemas en los que no aparece, y aquí es significativo, una sola ave. Dice Walcott. “¿Quién se ha llevado de aquí mi máquina de escribir, / que me ha convertido en un músico sin su piano / al que se le presenta un vacío claro y grotesco / como otra primavera (…)? / No hay palabras (…) / Ni verso, ni aves”.
Pero es desde esa sinceridad, desde ese lugar, o eso contemplado, para lo que no hay palabras, donde el autor encuentra, precisamente, su fuerza para este nuevo tono de voz, semejante a su poesía anterior, pero con un hálito que lo acerca a la tranquilidad de, por ejemplo, Brodsky. Es Walcott revisitando, pasados ya los años, paisajes queridos (“En la orilla de la memoria se acumulan las algas, / en la maraña de coronas, guirnaldas de flores”), amigos ya idos (“Descuelgo el cuarto lunar para tocar elogios, / a vosotros, Horace Pippin, Romare, Jacob Lawrence, / vi allí el clarín de la luna y en ellos pensé”), las lecturas (“ Leeré algo: / brilla el aire y las sombras corren como las penas, / abro sus libros, veo sus formas a lo lejos / que se acercan y como siempre llegan, sus voces / en la hoja de una nube, la espuma en mi cabeza”).
Dos son los motivos que recorren todo el poemario, los pájaros, que a pesar del título no sólo son garzas, y la blancura. Allá a donde se vuelvan los ojos del poeta, enlazando con esa tradición clásica del vuelo del pájaro como un augur, aparecen aves que, muchas veces no tienen más significado que su propia presencia, lo que hace aún más significativo un encuentro con una garza (“como un cuadro de El Bosco, dijo. Un inmenso pájaro / de pronto allí estaba, quizá el que le hubo afectado, / una sepulcral garceta o garza; la inefable / palabra siempre acompañándonos”). Allá donde se vuelva la cabeza del poeta, ya canoso, se enfrenta con realidades que le devuelven su propio color, el paso del tiempo: las olas, los campanarios, la página en blanco, las nubes.
Y el lector, al cerrar este libro rotundo, no puede tener sino la impresión de que Derek Walcott ha cumplido ya lo prometido en esa autobiografía en verso que era Another Life: “Un hombre vive la mitad de su vida / la segunda mitad es memoria // la primera mitad, dudas / por lo que pudo haber sucedido / pero no pudo ser, o / lo que ocurrió con los demás / cuando no debió ser así”.
1 comentario:
Gracias, José Luis. Podéis encontrar toda la información sobre "Garcetas blancas" en la web de Bartleby. Os dejamos el enlace (hay que copiarlo y pegarlo en el navegador):
http://www.bartlebyeditores.es/ficha_obra.php?genero=poesia&id_genero=1&id_obra=162
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