Recuerdo que en Vermont confundí a una anciana con un río truchero y tuve que disculparme. / - Perdone – le dije-, creí que era usted un río truchero. / - Pues no – me respondió ella.
(Richard Brautigan)
La pesca de la trucha en América (Blackie Books, 2010) de Richard Brautigan es una negación de su propio título. No es, para nada, un libro sobre pesca, no es un libro sobre truchas; pero sí un delgado volumen, de hermosa y acertada tipografía, sobre América, sobre una de esas Américas que representa cada uno de sus escritores, esa América de la que el propio autor dice que “a menudo no es más que un lugar imaginario”. Brautigan es uno de esos autores que convierten cualquier objeto o situación que miran, o a los que se acercan, en algo tan retocado por su personalidad que logra que la “pesca de la trucha” sea tan diversa como una señora cualquiera, un borrachito, una estatua de Lincoln o un pequeño retrete perdido a mitad de la pradera.
Lo que hace tan extraordinario este librito es, sobre todo, ese placer que recorre a cualquier lector cuando descubre un nuevo autor, a un autor desconocido. Tan desconocido, al menos para el lector en general aunque los siempre valedores Murakami y Fresán lo tienen entre sus autores citados, que los editores de Blackie, de catálogo extraño pero interesante, le añadieron a la segunda edición un cintillo que al desplegarse contestaba a la pregunta que ellos mismos habían propuesto: “¿Y quién es Brautigan?”. Y, en una especie de biografía coral, deja que sean otros quienes hablen de él, aunque ninguno resume tan perfectamente como Michael McClure la sensación que deja La Pesca en el lector: “No era un escritor revolucionario. La suya no era una voz tan peligrosa como distinta, potencialmente libertadora: mostraba las posibilidades de soñar, la belleza y la alegría de la imaginación”.
La Pesca de la Trucha en América es, sobre todo, un monumento a la libertad y a la voz individual, no por disonante sino por pertenecer a un individuo y no a ningún otro. ¿Qué otro autor podría no sólo, por decisión propia y no argumental, decidir terminar un libro con la palabra “mayonesa y explicarlo además en el penúltimo capítulo con la siguientes palabras: “como expresión de una necesidad humana, siempre quise escribir un libro que terminase con la palabra “mayonesa”? ¿Qué otro autor podría titular a sus viñetas, o visiones, con títulos como “la muerte de la trucha por oporto”, “La Pesca de la Trucha en América con el FBI” o ese dadaísta “Cajón de arena menos John Dillinger, ¿igual a qué?”? O, por terminar con los ejemplos, ¿terminar el índice con una nota que dice “hay seducciones que deberían estar en el Instituto Smithsonian, justo al lado del Spirit of St. Louis”?
La Pesca de la Trucha en América, queda en el lector como uno de esos libros que cumplen la premisa de Holden Caulfield: “Los libros que de veras me encantan son esos libros que cuando uno termina de leerlos, desearía ser íntimo amigo del autor y hasta llamarlo por teléfono y todo”. Con Brautigan el lector tiene esa íntima, y agradecida, sensación de que, como sin querer, el autor escribió un libro para complacerse a sí mismo y, al final, se queda, más allá de sus expectativas, con cualquiera que se acerque a él.
Y, al cerrar el librito, después de una renegrida casi obligada, el lector puede evitar preguntarse ante qué esta. ¿Es La Pesca de la Trucha en América una novela de viajes? ¿Un diario sin fechas y desordenado? ¿Un conjunto de poemas en prosa, cercanos al espíritu de la generación beat? Hasta que, al final, ante la inutilidad de compararlo con algo ya publicado no queda más remedio que darle la razón a la nota de contrapartida que propone que "más de uno llegara a imaginar el día en que se escribirán 'brautigans' en lugar de novelas".
La última página de “Una Mujer Infortunada”
“Me voy a levantar para salir a caminar un ratito por este paisaje de Montana. Una terrible tristeza me cubre. Volveré en un momento para despachar este libro. Ya volví... Ahora comienzo la última página (la 160) de este libro. Entran 28 líneas por página, pero yo dejo una vacía entre una línea y otra para utilizar ese espacio con correcciones y agregados. Por lo que podemos hablar de 14 líneas por página multiplicadas por 160. Sí, eso es lo que hay. No puedo evitar sonreírme. Tienen que reconocer que tiene su gracia. Quedan diez líneas por llenar en esta página, pero he decidido no usar la última de ellas. Se la dejaré a la vida de otra persona. Espero que le den un mejor uso del que le hubiera dado yo. Yo ya lo intenté”.
Pocos días después de terminar de escribir ese libro, esa última página Richard Brautigan se suicidaba.
Lo que hace tan extraordinario este librito es, sobre todo, ese placer que recorre a cualquier lector cuando descubre un nuevo autor, a un autor desconocido. Tan desconocido, al menos para el lector en general aunque los siempre valedores Murakami y Fresán lo tienen entre sus autores citados, que los editores de Blackie, de catálogo extraño pero interesante, le añadieron a la segunda edición un cintillo que al desplegarse contestaba a la pregunta que ellos mismos habían propuesto: “¿Y quién es Brautigan?”. Y, en una especie de biografía coral, deja que sean otros quienes hablen de él, aunque ninguno resume tan perfectamente como Michael McClure la sensación que deja La Pesca en el lector: “No era un escritor revolucionario. La suya no era una voz tan peligrosa como distinta, potencialmente libertadora: mostraba las posibilidades de soñar, la belleza y la alegría de la imaginación”.
La Pesca de la Trucha en América es, sobre todo, un monumento a la libertad y a la voz individual, no por disonante sino por pertenecer a un individuo y no a ningún otro. ¿Qué otro autor podría no sólo, por decisión propia y no argumental, decidir terminar un libro con la palabra “mayonesa y explicarlo además en el penúltimo capítulo con la siguientes palabras: “como expresión de una necesidad humana, siempre quise escribir un libro que terminase con la palabra “mayonesa”? ¿Qué otro autor podría titular a sus viñetas, o visiones, con títulos como “la muerte de la trucha por oporto”, “La Pesca de la Trucha en América con el FBI” o ese dadaísta “Cajón de arena menos John Dillinger, ¿igual a qué?”? O, por terminar con los ejemplos, ¿terminar el índice con una nota que dice “hay seducciones que deberían estar en el Instituto Smithsonian, justo al lado del Spirit of St. Louis”?
La Pesca de la Trucha en América, queda en el lector como uno de esos libros que cumplen la premisa de Holden Caulfield: “Los libros que de veras me encantan son esos libros que cuando uno termina de leerlos, desearía ser íntimo amigo del autor y hasta llamarlo por teléfono y todo”. Con Brautigan el lector tiene esa íntima, y agradecida, sensación de que, como sin querer, el autor escribió un libro para complacerse a sí mismo y, al final, se queda, más allá de sus expectativas, con cualquiera que se acerque a él.
Y, al cerrar el librito, después de una renegrida casi obligada, el lector puede evitar preguntarse ante qué esta. ¿Es La Pesca de la Trucha en América una novela de viajes? ¿Un diario sin fechas y desordenado? ¿Un conjunto de poemas en prosa, cercanos al espíritu de la generación beat? Hasta que, al final, ante la inutilidad de compararlo con algo ya publicado no queda más remedio que darle la razón a la nota de contrapartida que propone que "más de uno llegara a imaginar el día en que se escribirán 'brautigans' en lugar de novelas".
La última página de “Una Mujer Infortunada”
“Me voy a levantar para salir a caminar un ratito por este paisaje de Montana. Una terrible tristeza me cubre. Volveré en un momento para despachar este libro. Ya volví... Ahora comienzo la última página (la 160) de este libro. Entran 28 líneas por página, pero yo dejo una vacía entre una línea y otra para utilizar ese espacio con correcciones y agregados. Por lo que podemos hablar de 14 líneas por página multiplicadas por 160. Sí, eso es lo que hay. No puedo evitar sonreírme. Tienen que reconocer que tiene su gracia. Quedan diez líneas por llenar en esta página, pero he decidido no usar la última de ellas. Se la dejaré a la vida de otra persona. Espero que le den un mejor uso del que le hubiera dado yo. Yo ya lo intenté”.
Pocos días después de terminar de escribir ese libro, esa última página Richard Brautigan se suicidaba.
Banda sonora
Ahora pienso que no merece la pena, / arriesgarme traerá más problemas. / Así que elijo / lo que tengo más cerca. / Por lo menos tendré la certeza / de que existo, / de que puedo decidir, / de que elijo por mí, / sólo por mí. ("La Copa de Europa", Los Planetas).
1 comentario:
...joé, que pena de final. Solo per la cita introductoria a su reseña y lo de la mayonesa creo que merece ser leído.
Regards from la Spagna Felice.
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