... la tercera razón para amar a Los Planetas.
Siempre termino pensando en Pablo y en esa demoledora frase final.
Pablo tiene diecisiete años y ha tenido la mala suerte de nacer feo, gordo, torpe, grasiento y tonto en los noventa, la era de los cuerpos danone, la simpatía obligatoria y la inteligencia emocional. Pablo no tiene amigos, los chicos se ríen de él, y las chicas lo consideran invisible. Los padres del chaval tampoco lo miran demasiado: apresados en una aplastante jornada laboral y en una espiral de compromisos sociales, cuando llegan a casa están demasiado cansados como para ocuparse del "inútil" de su hijo, aunque de vez en cuando le dan un grito ("¡a ver si haces amigos o te pones a trabajar o te echas novia de una puta vez!"). Para colmo, al pobre chaval le ha tocado vivir en una metrópolis agresiva, implacable e inhumana como el Madrid de Manzano. En fin, que los vigorosos himnos adolescentes de Los Planetas no parecen estar escritos para este chico pero, sin embargo, él se los sabe todos de memoria. Pablo no se identifica para nada con las letras de Jota pero, mientras espera llegar a hacerlo algún día, vive dentro de ellas, escapa de su miserable realidad sumergiéndose en ese mundo tan real para otros, pero que a ojos de Pablo es pura ciencia ficción: salir con chicas, follártelas, echarlas de menos cuando te dejan, tomar drogas, ir de putas, correrse juergas con los amigos... Como en una suerte de realidad virtual sónica, Pablo vive todo eso y mucho más en las canciones de los Planetas.
Junto a la masturbación, el pasatiempo preferido de Pablo es el playback. Todos los días, se encierra en su cuarto después de comer, se enfunda una camiseta de rayas, agarra una raqueta, baja la cabeza y, durante horas, hacer playback frente al espejo imitando a Jota o a Florent (según le pille el día), mientras suenan en su equipo las canciones de su grupo favorito. Así, durante unas horas Pablo es feliz, y realmente se cree que es él, y no Jota, el que canta esas canciones, el que ha escrito esas letras, el que toca esas guitarras, el que se pone hasta el culo de buenas sustancias y el que moja las bragas de millares de princesitas indies adolescentes y sudorosas. Entre oleadas de intenso placer provocadas por el pop-rock planetoide, Pablo se siente como el chico de la canción de los Monochrome Set, y sueña que es una estrella y que la gente le dice que es genial tal como es, que no cambie ni adelgace nunca. Y también que las marujas le paran por la calle y le sueltan un "por favor, ¿podrías firmarme un autógrafo para mi niña? es que me la tienes loquita, ¿sabes?". Una calurosa tarde de verano, mientras sus compañeros de clase disfrutan de sus vacaciones bañándose en piscinas, viviendo bonitos romances o yendo al Parque de Atracciones en pandilla, Pablo está, como siempre, encerrado solo en casa, escuchando a Los Planetas. Hoy cumple dieciocho años y ha conseguido dos compañeros que le harán pasar una tarde distinta, aunque sean sintéticos: un tripi y un gramo de cocaína. Pablo ya no aguanta más, está harto y quiere probar algo nuevo. Así que se come el tripi y se empieza a meter rayas de coca. Luego pone "Una semana en el motor de un autobús". Cuando el disco llega a su fin, Pablo ya se ha metido toda la farlopa y el ácido ya le han subido a tope. La mezcla entre las dos sustancias ha tenido un efecto devastador en su organismo: Pablo se ve corroído por la paranoia, ve horrores por todas partes y oye risas dentro de su cabeza. Risas que se ríen de él. Mientras "La copa de Europa" suena por última vez en su equipo, Pablo, tenso como una raqueta, siente cómo se le va durmiendo el brazo izquierdo, a la vez que un agudo pinchazo le aguijonea el corazón.
Hospital Gregorio Marañón, doce y media de la noche. El doctor Martínez confirma a los desconsolados padres de Pablo las causas de la muerte de su hijo: infarto provocado por la mezcla de varias drogas aún por determinar. La madre, entre lágrimas, empieza a gritar: "¡Joder, la culpa la tienen esos malditos discos que escuchaba! Ese grupo de drogadictos ¿cómo se llamaba?" Y el padre contesta "Los Planetas, nuestro hijo ha muerto por culpa de Los Planetas". Lo que, en su desconocimiento, no supo apreciar el necio padre de Pablo es que, por el contrario, su hijo había vivido gracias a los Planetas. Hasta que llegó el día en que se cansó y prefirió estar muerto que aburrirse así. Y es que tres discos y un puñado de singles, por buenos que sean, no son suficientes para llenar toda una vida.
Siempre termino pensando en Pablo y en esa demoledora frase final.
Pablo tiene diecisiete años y ha tenido la mala suerte de nacer feo, gordo, torpe, grasiento y tonto en los noventa, la era de los cuerpos danone, la simpatía obligatoria y la inteligencia emocional. Pablo no tiene amigos, los chicos se ríen de él, y las chicas lo consideran invisible. Los padres del chaval tampoco lo miran demasiado: apresados en una aplastante jornada laboral y en una espiral de compromisos sociales, cuando llegan a casa están demasiado cansados como para ocuparse del "inútil" de su hijo, aunque de vez en cuando le dan un grito ("¡a ver si haces amigos o te pones a trabajar o te echas novia de una puta vez!"). Para colmo, al pobre chaval le ha tocado vivir en una metrópolis agresiva, implacable e inhumana como el Madrid de Manzano. En fin, que los vigorosos himnos adolescentes de Los Planetas no parecen estar escritos para este chico pero, sin embargo, él se los sabe todos de memoria. Pablo no se identifica para nada con las letras de Jota pero, mientras espera llegar a hacerlo algún día, vive dentro de ellas, escapa de su miserable realidad sumergiéndose en ese mundo tan real para otros, pero que a ojos de Pablo es pura ciencia ficción: salir con chicas, follártelas, echarlas de menos cuando te dejan, tomar drogas, ir de putas, correrse juergas con los amigos... Como en una suerte de realidad virtual sónica, Pablo vive todo eso y mucho más en las canciones de los Planetas.
Junto a la masturbación, el pasatiempo preferido de Pablo es el playback. Todos los días, se encierra en su cuarto después de comer, se enfunda una camiseta de rayas, agarra una raqueta, baja la cabeza y, durante horas, hacer playback frente al espejo imitando a Jota o a Florent (según le pille el día), mientras suenan en su equipo las canciones de su grupo favorito. Así, durante unas horas Pablo es feliz, y realmente se cree que es él, y no Jota, el que canta esas canciones, el que ha escrito esas letras, el que toca esas guitarras, el que se pone hasta el culo de buenas sustancias y el que moja las bragas de millares de princesitas indies adolescentes y sudorosas. Entre oleadas de intenso placer provocadas por el pop-rock planetoide, Pablo se siente como el chico de la canción de los Monochrome Set, y sueña que es una estrella y que la gente le dice que es genial tal como es, que no cambie ni adelgace nunca. Y también que las marujas le paran por la calle y le sueltan un "por favor, ¿podrías firmarme un autógrafo para mi niña? es que me la tienes loquita, ¿sabes?". Una calurosa tarde de verano, mientras sus compañeros de clase disfrutan de sus vacaciones bañándose en piscinas, viviendo bonitos romances o yendo al Parque de Atracciones en pandilla, Pablo está, como siempre, encerrado solo en casa, escuchando a Los Planetas. Hoy cumple dieciocho años y ha conseguido dos compañeros que le harán pasar una tarde distinta, aunque sean sintéticos: un tripi y un gramo de cocaína. Pablo ya no aguanta más, está harto y quiere probar algo nuevo. Así que se come el tripi y se empieza a meter rayas de coca. Luego pone "Una semana en el motor de un autobús". Cuando el disco llega a su fin, Pablo ya se ha metido toda la farlopa y el ácido ya le han subido a tope. La mezcla entre las dos sustancias ha tenido un efecto devastador en su organismo: Pablo se ve corroído por la paranoia, ve horrores por todas partes y oye risas dentro de su cabeza. Risas que se ríen de él. Mientras "La copa de Europa" suena por última vez en su equipo, Pablo, tenso como una raqueta, siente cómo se le va durmiendo el brazo izquierdo, a la vez que un agudo pinchazo le aguijonea el corazón.
Hospital Gregorio Marañón, doce y media de la noche. El doctor Martínez confirma a los desconsolados padres de Pablo las causas de la muerte de su hijo: infarto provocado por la mezcla de varias drogas aún por determinar. La madre, entre lágrimas, empieza a gritar: "¡Joder, la culpa la tienen esos malditos discos que escuchaba! Ese grupo de drogadictos ¿cómo se llamaba?" Y el padre contesta "Los Planetas, nuestro hijo ha muerto por culpa de Los Planetas". Lo que, en su desconocimiento, no supo apreciar el necio padre de Pablo es que, por el contrario, su hijo había vivido gracias a los Planetas. Hasta que llegó el día en que se cansó y prefirió estar muerto que aburrirse así. Y es que tres discos y un puñado de singles, por buenos que sean, no son suficientes para llenar toda una vida.
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