Para Alejandro Corcuera, por las lecturas compartidas
y un deseo común de eternidad.
Para Alciato, chestertoniano cabal, en lejanía.
La obra de Chesterton es vastísima y no encierra una sola página que no ofrezca una felicidad.
(Jorge Luis Borges)
Para el resto de los países sólo hay algo más extraño que un inglés y es un inglés católico. Los ingleses, a los que la generalización les atribuye la flema, esa capacidad de discutir o emocionarse sin la más mínima alteración, y un tipo de razonamiento que siempre resulta pragmático, son, cada uno a su manera, feroces apologetas de sus propias ideas. Durante los siglos XIX y XX, especialmente, los escritores católicos ingleses, desde esa joya de la autobiografía que es la Apologia pro vita sua del cardenal Newman, han sentido la necesidad de escribir su fe afirmándola de todos los modos posibles. Por citar sólo los casos más destacados, Tolkien con su magno, por calidad y tamaño, El Señor de los Anillos, C. S. Lewis en frentes muy diferentes entre sí que van de la fantasía de Narnia a la ciencia ficción de Perelandra, de la autobiografía de Sorprendido por la alegría al epistolario ensayo de Cartas del diablo a su sobrino o, por terminar la lista, Gerald Manley Hopkins desde la poesía, excelentemente traducida por, entre otros, Salvador Elizondo.
Chesterton, otra de las figuras prominentes, es, antes que inglés y católico, o quizá como consecuencia de esas dos, un polígrafo, un prolífico polígrafo. En su enorme obra caben desde el cuento policiaco a la biografía de su conversión, de los artículos periodísticos, miles, a las novelas, de la poesía, probablemente lo peor en calidad de su obra, a teatro, poco. Tanta es su influencia y la devoción que sienten sus lectores por él que la serie de autores que hablan elogiosamente de él, comenzando por Borges, sería interminable, aunque alguien admirado por extremos tan dispares como Iron Maiden, que lo cita en una canción, o Bergman que se inspiró, según sus propias palabras en una obra de teatro de él para su película Magic, algo debe tener.
Herejes, reeditado por Acantilado en el 2007, es uno de esos libros, al modo de los verdaderamente grandes, que de tan localista, el ambiente intelectual inglés de principios del siglo XX, resulta universal. Sus comentarios, a los que no les caería mal ser denominados directamente ataques, cambiando apenas unos cuantos nombres y títulos, son tan de nuestros días como de la época en la que se escribieron.
Escribe apenas en la primera página de este volumen “todo esto puede significar una cosa, y solamente una: que a la gente no le preocupa tanto estar en lo correcto”, es decir, lo que importa no es la verdad sino opinar sobre ella. Durante un poco más de doscientas páginas, Chesterton se dedica a revisar, con afán crítico nunca exento de humor y paradójica lógica, todos aquellos errores que descubre en su tiempo: el cientifismo a ultranza, el periodismo amarillista, el relativismo permisivo, la idea de una eternidad laica o, entre los veinte capítulos del libro, la necesidad de una ortodoxia. Y avisa también de un peligro del que ningún intelectual está exento, el peligro del egocentrismo del que afirma que “mete su “Yo” con mayúscula incluso donde no es necesario, incluso donde debilita la fuerza de una simple afirmación. Cuando otro hombre diría, “Es un lindo día”, el señor Moore dice: “Visto a través de mi temperamento, el día parece ser lindo””. Y, de entre los miles de ejemplos que podrían seguir entresacando de este libro que cumple el adagio borgeano, hay uno que resulta totalmente acertado para nuestros días y en nuestra ciudad: “el criminal peligroso es el criminal culto”.
Intentando escribir
“¿Por qué tengo tanto miedo / de decir soy yo / y reconocer públicamente / mi humilde maestría? / Ya van setenta los años que espero / a que ensillen los caballos / y me lleven al teatro / con voces de triunfo. / Sé que eso no ha de pasar / hasta que ya sea tarde / y puede que suceda (o que no). / Es por eso que prevarico, / avergonzándolos pero con las puertas / abierta por si acaso. / ¡Ánimo! ¡Ánimo y ponte / en mi lugar! / Dando amor para tenerlo / (solo así me puedo comportar) / pero odiada y desnuda / debería levantarme y decir / “Qué te jodan” o “Sé mi esclavo”. / Estar ese estado nada femenino / y nada amoroso / es la necesidad desesperada / de cualquiera que intenta escribir”. (de Elizabeth Smart, autora de esa deliciosa autobiografía En Grand Central Station me senté y lloré).
Banda sonora
“Para remontarte angélico un poco de psiquedélico. / Ahora puedo entretenerme recorriendo todo cuanto sientes / me encanta conocerte. / Ahora puedo introducirme por los pasadizos de tu mente.” (“Doctor Osmond (para remontarse angélico)”, Los Planetas).