Dejemos que transcurra el tiempo. Mil años más de agujas de pino cayendo sobre los bosques profanados.
(Elizabeth Smart)
Los pícaros y los canallas van al cielo (Periférica, 2010) es la extrañamente fidelísima traducción del título de la segunda novela de Elizabeth Smart, la autora de la obra maestra En Grand Central Station me senté y lloré. Y es también una continuación de esta, pero donde sólo hallaba cabida el amor, exasperado, un amor que acumulaba una imagen tras otra, aquí se encuentra, con la misma fuerza narrativa, pero con bastantes más intromisiones de la cotidianeidad y de la vida real. Donde antes el amor, siguiendo el dictado del Cantar de los Cantares, lo era todo, ahora sólo hay una realidad, Londres recién terminada la segunda guerra mundial, una realidad que la autora deja clara desde las primeras frases del libro: “No hay gas; no hay calefacción; apenas hay comida”. Y, al igual que En Grand Central, aquí también lo externo, en un caso la naturaleza, en el otro la destrucción y la penuria, son reflejo exacto de lo que está pasando adentro de la narradora-escritora: “en esta mañana tan encantadora, lo que queda de mi juventud se yergue como un geiser y me siento al sol quitando de mi cabello los piojos. Porque es difícil dejar de esperar (eso que mi corazón al despertar por vez primera me dijo que era el mundo) aunque sea una mujer que entra en sus treinta, con piojos en el pelo y un amante infiel”.
Y, aunque difícil de leer por esa tendencia de la Smart a dejarse arrastrar por la propia inercia del lenguaje que sale a borbotones, Los Pícaros es una novela de mil y una aristas que van cambiando conforme va cambiando lo que se le cuenta al lector. Es poética y desolada, sabia e ingeniosa, autobiográfica y universal. Una novela en que la pasión amorosa ha cedido paso a lo de todos los días: rascarse el bolsillo para encontrar un último penique con el que ajustar para una cerveza, el aburrimiento del trabajo y una apatía vital con todo. Ya no es la enamorada contra el mundo; ahora es el mundo contra quien estuvo enamorada.
Elizabeth Smart para la que el mundo antes apena existía sino como condición ahora se empeña en describir todo aquello, bastante menos idílico, que le rodea descubriendo en los otros a las personas que “siempre encuentran el modo de hacer que la cosas sean posibles” y que sobreviven a pesar de “sus oficinas, sus operaciones, sus ensayos, sus cuadernos, esos bebes que lloran en la noche, de los experimentos en laboratorios, de sus lechugas que van pudriéndose poco a poco”. Y, al final, habrá de reconocer, por mucho que le duela dejar de habitar el mundo idílico del amor, que eso también le afecta y le afecta mucho. Hasta el punto de que ahora se describe a sí misma “haciendo cola en la pescadería con su pedazo de papel de envolver y una cartilla de racionamiento, vistiendo una falda de tweed que ha visto mejores tiempos y rascando unos céntimos para coger el autobús”. O, por resumirlo en una pocas palabras, sus males ya no son los del amor, idealizados y gratos de sufrir, sus males son los males de toda la humanidad.
Y es que al amor siempre le llega la hora del arrepentimiento o, al menos, una manera diferente de mirar ese mismo amor y sus consecuencias. El amor ya no es el destinatario de su deseo, y como consecuencia es ella misma, con más años, con mayor conocimiento, doloroso conocimiento, de lo que es la vida, lo que observa. Y admite, con una forma más serena que en su primer libro, que no puede quejarse, porque “la muerte es el precio que hay que pagar por no sentir dolor” y, para aquellos a los que la muerte les es lejana, que “el dolor es el precio de la vida”.
Y Los Pícaros es, en menor medida, y a veces, reflejo de una de las obsesiones que Elizabeth Smart desarrollaría, de manera mucho más abierta, en su poesía, el del miedo a no escribir, a la página que “está tan en blanco como mi rostro tras una noche de llanto. Es tan estéril como mi devastada mente. Todos los martirios son en vano”. Aunque, y con la misma voluntad que siempre ha mostrado la autora y el personaje concluye que “la pluma es un arma furiosa” que “necesita una voluntad rabiosa”.
Banda sonora
" " (4’:33’’, John Cage).