viernes, 22 de octubre de 2010

Antonio Alatorre (1922-2010)

Un filólogo, en su sentido más etimológico, se nos fue hoy.

"Son absolutamente representativos de la metodología que impera y prospera en la Nueva Academia, constriñendo a sus adeptos a decir, en lenguaje cada vez más refinadamente técnico, cosas cada vez más inútiles, más ajenas a la lectura, la comprensión y el goce de las obras literarias, obligándolos a erigir torres de viento, a convertir lo llano en escarpado y lo ameno en tedioso. Si hay que gastar no pocas horas en leer estos trabajos, ¡cuántas no habrán sido gastadas en escribirlos! Cada cual es libre de emplear su tiempo en lo que quiera, por supuesto, pero no me parece justo quitarle a la inocente juventud universitaria, de esa manera, un tiempo que estaría mucho mejor empleado de mil otras maneras. Según Félix Guattari, a quien ya cité en mi discurso anti-neoacadémico de 1981, la aceptación de “modas teóricas” de este tipo, “productos de las metrópolis” tomados “como si fueran dogmas religiosos”, crea en sus aceptadores una mentalidad parecida a la de los antiguos habitantes de colonias y está causando, en los ámbitos universitarios, “más mal que bien”.

martes, 19 de octubre de 2010

Un cuento inédito de Rilke

Un perfecto día de entierro. Húmedo, oscuro, pegajoso. El coche de difuntos tirado por cuatro caballos se deslizaba lentamente por los lisos y redondos adoquines que, a la luz otoñal, brillaban como cráneos sin pelo, y sus ruedas abrían profundos surcos en los charcos grises y sucios. Los empleados de la funeraria marchaban al lado, descontentos, sujetando unas luces que ardían sin llama. Les seguía la multitud de los dolientes. De las mujeres daba testimonio únicamente una espesa fila de negros velos que se extendía como una negruzca telaraña entre el coche de difuntos y las lustrosas chisteras de los asistentes masculinos. La ocupación preferente de todo el grupo, profundamente compungido, era proteger vestidos y pantalones de las salpicaduras del barro; con conmovedora atención sus pies buscaban a tientas los islotes de piedra que sobresalían entre los grandes charcos, y en algún que otro rostro se detectaba el bienintencionado deseo de que ojalá el difunto hubiese esperado a que hiciera mejor tiempo para emprender su penoso viaje. Sólo dos caballeros que iban en la tercera fila conversaban bastante animados. En sus gestos podía advertirse que estaban pasando revista, de un modo humanamente dulce, a lo que había hecho y vivido el difunto. El resultado final parecía muy satisfactorio. Los dos asentían con esa mirada grave que, en los entierros y en otras ceremonias públicas, constituye el secreto rasgo por el que se reconocen los hombres íntegros. Uno de ellos, lentamente, pasó por su arrugado rostro su mano derecha, envuelta en un guante negro, y susurró:
–Todo un carácter.
Su compañero encontró esa expresión tan certera que sólo fue capaz de repetir con reforzado énfasis:
–Todo un carácter. [...]
Después ninguno de los dos pronunció una palabra más. Se hizo el silencio. Sólo crujían las ruedas del coche de difuntos y se oía, más bajo, el chapoteo de los pasos.
El «carácter» había venido al mundo en el seno de la familia de un hombre de sobrio bienestar. El señor M., el padre, poseía una pequeña casa, un gran concepto del honor y una mujer hacendosa. O sea, bastante.
El pequeño M. no respiraba aún el aire con olor a fenol de la sala de parturientas, cuando las mujeres que asistían a su madre se intercambiaban ya entre ellas miradas y susurraban:
–Será niño.
Seguían cada movimiento de la mujer e iban expresando sus sospechas en un tono cada vez más agitado. Y, cuando finalmente llegó la respuesta a sus dudas bajo una forma arrugada, viva y de color marrón rojizo... ¡resultó ser un niño! El pequeño M. creció y fue como cualquier otro; llegó el momento en que sus delicadas patitas delanteras se transformaron en manos y en que los dedos de esas manos ya no recorrían como hormigas los pasillos, sino que preferían detenerse en la boca y en la nariz. A éstos siguieron los años de los árboles de Navidad y de las exhibiciones. Todas las semanas al muchacho le hacían ir al gélido salón; allí lo observaban boquiabiertos, le tocaban el pelo, las mejillas y la barbilla, le enseñaban a dar la mano con buenos modales y, llegado el caso, a pronunciar su sonoro nombre con modesta grandeza. A todo el mundo le parecía encantador, «el fiel retrato» del padre, de la madre, de éste o de aquel tío, y pocos se despedían sin la sublime predicción de que, en su momento, el chico seguro que sería además muy bueno. El pequeño había oído con suficiente frecuencia esa expresión de clarividente admiración. Y sin mucho esfuerzo, incluso sin llegar a ser realmente consciente de su éxito, superó la escuela primaria, escaló con una seguridad loable, algo pedante, los ocho peldaños de la escalera del instituto y luego anduvo un año más entrando y saliendo de los auditorios de la Universidad, tras lo cual se perdió en el silencio del escritorio paterno. Un día corrió la voz de que el joven M. iba a heredar la dirección del negocio de su progenitor, quien ya se estaba haciendo viejo, y poco después sucedió. El padre falleció pronto, y el nuevo dueño supo mantener el prestigio de la casa con estricta puntualidad y bastante trabajo. A menudo el indeciso comerciante oía en boca de sus amigos que se decía que tenía grandes proyectos y, lleno de asombrosa admiración por la ambición que se le adjudicaba, empezó de verdad a poner en marcha algunos de los planes que le imputaban; y alguno que otro salió bien. Así fueron transcurriendo los años. Hacer realidad las intenciones que le atribuían las habladurías de la gente había mejorado su bienestar significativamente y nada resultaba más natural que los chismosos murmuraran algo sobre el inminente compromiso de M. El rumor llegó a sus oídos; casi de manera involuntaria dirigió desde ese momento su atención a la novia designada, y a las pocas semanas el susurrante «sí» brotaba de la fogosa y sonora voz del joven esposo. En esta ocasión tampoco había decepcionado las expectativas de la gente: ¡ése sí que era todo un carácter!

Construcción de un teatro
Mucho tiempo llevaban los buenos habitantes de la ciudad natal y de residencia de M. planeando la construcción de un teatro. Todo el mundo sabe que aún no se ha levantado ninguna sala de espectáculos con sólo buena voluntad, sino que incluso las más sencillas han necesitado al menos... unos malos tablones. De lo primero, la gente poseía suficiente material, pero para conseguir lo segundo faltaba el dinero. Los previsores padres de la ciudad fruncían el ceño ya desde por la mañana temprano, y se lo tomaban muy a mal si uno de ellos olvidaba mantener ese signo de grave dignidad por la noche, tomando unas cervezas.
Cual tormenta de primavera corrió entonces por la ciudad el rumor de que M. había decidido anticipar el dinero necesario para la construcción del templo de las musas. Y al igual que la brisa de primavera despierta las voces de las aves, esa noticia despertó por todas partes un sonoro elogio. Una delegación del Ayuntamiento, con el derretido rostro de manzana invernal del alcalde a la cabeza, se presentó pocas horas después en el despacho del benefactor. El intendente, interrumpido por constantes muestras de alegría, le dio las gracias por el generoso gesto. M. se quedó perplejo durante un rato. Pero pronto adivinó el sentido de aquella demostración de alegría. Una ligera sombra cubrió su frente. Iba a quitarles de la cabeza aquella idea, pero entonces se le ocurrió que, con esa aparente volubilidad, podía dañarse a sí mismo y a su negocio, de modo que con una sonrisa agridulce aceptó el contrato, en el que aparecía consignada una suma nada insignificante. De ese modo la fama de M. fue creciendo con los años. [...]
Tan sólo en una única ocasión el «carácter» estuvo a punto de defraudar las expectativas de la gente. En secreto se hablaba de un «feliz acontecimiento» que «iba a producirse» en casa de los M. Y las miradas curiosas seguían a la joven esposa en cuanto se dejaba ver en la calle. Así que el noble comerciante se esforzó considerablemente para contentar pronto a la gente. Sólo que esta vez la felicidad no le fue fiel. Con indignado asombro las buenas ciudadanas comprobaron que la señora de M. seguía llevando chaquetas ceñidas y que así resultaba evidente que no podía «haber nada». Luego murmuraron por lo bajo, pero a un nivel suficientemente audible, que una cura en Franzensbad no podía perjudicarla. Y, vaya por dónde, cuando también en esta ocasión (¡cómo habría podido ser de otra forma!) el señor M. hizo suya la opinión pública, su mujercita se atuvo exactamente al tiempo prescrito para lucir en vez de ajustadas chaquetas un abrigo de montar en bicicleta. El «carácter» estaba salvado.
M. empeoraba. Su esposa iba a verlo con discreta compasión
La fama de hombre de honor de M. sobrepasó pronto los límites de la ciudad. Hacía mucho tiempo que se hablaba ya de una condecoración. El famoso comerciante dio por su parte los pasos necesarios y, al cabo de unos meses, no le resultó demasiado difícil al leal condecorado expresar su más íntimo agradecimiento con un ojal lleno y un discurso vacío.
En un viaje de negocios que hizo en invierno, M. cogió un fuerte resfriado que lo postró en el lecho del hospital. Una malformación pulmonar que su médico había diagnosticado hacía ya veinte años se hizo notar entonces. M. empeoraba de día en día. Su esposa iba a verlo con discreta compasión. [...]
Una mañana al enfermo de gravedad lo arrancaron de sus sueños febriles unos fuertes gritos. Se estremeció, miró fija y perdidamente a su alrededor y, con voz fatigada, preguntó a la hermana de la caridad qué era aquello. Y, como ésta guardara silencio y le pidiera que se tranquilizara, llamó a su anciano sirviente y le hizo la misma pregunta.
Éste no disimuló, se rascó la cabeza y dijo echando pestes:
–Dios mío, esos tontos andan diciendo que el señor ha muerto, que el diablo se lo quite de la cabeza... –y volvió a salir.
El enfermo le miró boquiabierto.
Luego se tumbó del lado izquierdo y se durmió...
Era todo un carácter.

lunes, 18 de octubre de 2010

Inframundo de Javier Moreno

Javier es mi amigo. Esta circunstancia tal vez me inhabilite para comentar Inframundo.
(Javier Avilés)

Hay dos motivos que deberían impedir la escritura de una reseña elogiosa. El primero, la creencia, todavía, de que literatura, de que lo que vale la pena leer, es algo que sólo se consigue en eso que llamamos libros, con tapas y hojas de las que se pasan a mano. El segundo que haya algún vinculo, la amistad, la hermandad, que pueda unir al autor del texto y el de la reseña. Pero superadas esas dos dificultados, encontrarse con un libro como Inframundo de Javier A. Moreno y no hablar sobre él, sería un descuido imperdonable.
“— Intentémoslo una vez más. / — Está bien. /— Empiece desde el principio. Dígame lo primero que recuerda”. Así, con estas tres líneas, “Bucle”, el cuento dialogado que abre este pequeño volumen, deja claro desde el principio el tema. Inframundo es un libro en que todo se repite con variaciones, que van de lo impreceptible a lo radical entre un cuento y otro, un libro en el que lo importante pasa siempre en el adentro de los personajes aunque jamás se nos explique exactamente si el mismo paciente, nunca mejor usada la expresión al referirse a esos personajes de nombres y acciones, lo sabe o es algo que el narrador, aún en primera persona, intuye. Es Inframundo un título acertado para esos personajes que si no están en el infierno se encuentran, al menos, en una zona que no pertenece para nada a este mundo, aunque todos suceden aquí y ahora. O, como buena literatura, en cualquier lugar y en cualquier momento.
Los protagonistas de los breves cuentos, ninguno pasa de las dos páginas, del libro de Javier Moreno son, sobre todo, solitarios, personajes que pasan junto a otras personas, pero que, precisamente en ese contacto humano es donde toman, quizá no ellos pero sí el lector, de que estar junto a otro no es necesariamente compañía. Inframundo es un libro impregnado de nostalgia por un mundo que se tuvo que abandonar, por una idea que nunca llega a realizarse, por un instante de revelación. Una revelación que cae, de repente, en la mente de quien lee con atención estos cuentos sin importar la cordura ya que, como dice uno de los personajes, hablando por todos, “siempre le he tenido mucho miedo (¿y quién no?) a volverme loco de repente. O progresivamente. En últimas da lo mismo el ritmo. A veces siento que las personas me hablan de una manera especial, o que dicen cosas y no entiendo bien de qué están hablando. Y temo por mí y mis neuronas”.
Y, si en algún momento, Inframundo da la sensación de que es un libro sobre perdedores, sobre enfermos que no tienen más remedio que estar enfermos, desconectados de la realidad, en medio de una guerra o de una exploración que no es la suya pero en la que están inmersos, en una zona fantasmal que les pertenece por, precisamente, no pertenecerle a los demás, en una zona en la que todo es mala suerte contradiciendo la cita de Amundsen que abre uno de los cuentos: “La victoria espera a aquel que tiene todo en orden. A eso que llaman suerte. La derrota es para aquellos que no han tomado las debidas precauciones a tiempo. A eso se le llama mala suerte”. Todo en un libro en que todo, hasta el azar, está más allá de la buena o mala suerte.
(Dos comentarios entre paréntesis: 1) http://www.finiterank.com/inframundo es la dirección desde la que se puede descargar el libro. 2) Aunque el libro es excelente, tal vez haya un cuento, “Odontología” que puede sobrar).

Una minificción de Javier Moreno
“Por lo general preferimos no mencionarlo, pero en el fondo de la casa, en esa habitación pequeña junto a la cocina que mi abuelo usaba de depósito de herramientas y armerillo, hay un armario que nadie abre por temor a que vuelva a aparecer el niño. Cuando aparece, el niño tiene una granada en la mano. Aunque es evidente que habla, el niño no emite sonido alguno. Elige un interlocutor y le habla. A veces es posible reconocer palabras, leerlas en sus labios. Me dice "papá". Se ríe. Sonríe. Muestra su granada nueva y grande. La ostenta. Apenas le cabe en las manos. Se nota que pesa. Luego, de un golpe, saca el seguro y se ríe más con risa y mirada de niño malvado que todavía no sabe en qué consiste su maldad. No hay manera de impedir que esto pase. Una vez el niño aparece, alguien en la casa debe resignarse a verlo explotar.” (“Niño”)

Banda sonora
“Ahora sé en qué nos parecemos / ahora parece que sé que tú y yo somos iguales / aunque sé que no me lo merezco / he venido a pedirte otra oportunidad. // Ahora sé lo mucho que te quiero / y ahora quiero que tú digas que me quieres igual” (“No sé cómo te atreves”, Los Planetas).

lunes, 11 de octubre de 2010

La feria del libro y el Nobel

FELICIDADES MARIO, LA HICISTE! YA SON TRES BORGES, PAZ Y TU (sic)
(Vicente Fox Quesada)
Una Feria del Libro siempre da sorpresas. Basta con recorrer con tiempo, mucho tiempo, sus pasillos, los puestos de editoriales de las que el lector se fía, los puestos de baratillo que, aunque en esta ocasión en Aguascalientes estaban llenos de ofertas semejantes a las del año pasado, siempre esconden algo y barato, lo que siempre se agradece.
La primera sorpresa, gran sorpresa fue encontrar una mesa repleta de libros de la editorial Paidos, la carísima editorial Paidos, a cuarenta y nueve pesos (con la decepción de que dos días después estaban a cuarenta y sin posibilidad de reclamación de la diferencia). Y allí, sobre la mesa, destaca un título más citado, sobre todo la radicalísima introducción, que leído: la colección de ensayos sobre jazz de, All What Jazz de Philip Larkin y junto a él un sesudo ensayo de William Washabaug titulado, simplemente, Flamenco. Dos joyas para el lector que además sea melómano.
Y, dentro de los subgéneros, en este caso el de la fantasía cómica, uno de los autores siempre presentes en los cajones de rebajas y siempre valioso en su desternillante lectura: Terry Pratchet que ofrecía al lector, escondido tras horribles portadas, dos aventuras de Mundodisco, Dioses menores, en las que un elegido de los dioses para cambiar el mundo lo único que busca a lo largo de toda la novela es que, precisamente, los dioses le asignen la tarea a otro y Pirómides, una sátira sobre el poder y los cambios radicales que suponen absolutamente nada.
Y Alejandro Dumas, siempre bien representado en las librerías con su mosqueteros y su Montecristo, estaba en un cajoncito de rebajas, en una edición humilde y de pequeño formato ofreciendo una recopilación de sus cuentos de terror bajo el título de uno de ellos, Historia de un muerto explicada por él mismo que, dato curioso, se publicó el mismo año que los primeros cuentos de Edgar Allan Poe. Y, junto a él, una delirante novela postmoderna del siempre recomendable, aunque extraño, Heriberto Yépez, titulada El Matasellos que, como su título indica, trata de asesinatos entre filatelistas y, siendo él, de mil cosas más.
Y, aprovechando las rebajas también en los libros de ensayo, porque no sólo de novelas y poesía (la gran ausente este año) viven el hombre y la mujer, tres autores diferentes entre sí, también en Paidos, que ofrecen tres perspectivas sobre el género humano: Una voz viene de la otra orilla es el recuento de Alain Finkielkraut del conflicto en Kosovo con la lucidez que lo caracteriza y que más que buscar culpables propone zonas de encuentro entre esas voces de orillas enfrentadas, Avatares de la palabra de James O’Donell que, en ensayos sencillos de leer y no muy profundos, propone un viaje histórico por como la palabra se ha ido acomodando a los medios que se le han ido ofreciendo a lo largo de la historia hasta llegar a la cibernética actual y el dificilísimo, aunque ameno, El meme eléctrico de Robert Aunger que propone una nueva teoría sobre el modo en que operan las mentes de los humanos.
Y, para terminar, la siempre feliz sorpresa. Los emigrados, la primera novela de W. G. Sebald, en edición de Debate, o sea, importada, y en tapa dura, o sea cara, a cincuenta pesos. Un placer económico que se combina con el literario en esta biografía-cuentos-ensayo que merece bastantes más palabras que estas y, sobre todo, ser leído.

El premio Nobel de literatura 2010
ha sido otorgado al escritor peruano Mario Vargas Llosa “por su cartografía de las estructuras del poder y sus afiladas imágenes de la resistencia, rebelión y derrota del individuo”. O sea, por la que, probablemente, sea su mejor novela, la más experimental, la menos leída, la que ahora hay que releer: La Guerra del Fin del Mundo.
Y, como siempre, el mercado editorial, ya preparado, (apenas a una hora ya estaba en las librerías suecas el cintillo sobre los libros del peruano) ofreció en los dos periódicos más importantes de España, nación ahora de Vargas Llosa, un adelanto de El sueño del celta que saldrá a la venta el tres de noviembre y cuyo primer párrafo dice: “Cuando abrieron la puerta de la celda, con el chorro de luz y un golpe de viento entró también el ruido de la calle que los muros de piedra apagaban y Roger se despertó, asustado. Pestañeando, confuso todavía, luchando por serenarse, divisó, recostada en el vano de la puerta, la silueta del sheriff. Su cara flácida, de rubios bigotes y ojillos maledicentes, lo contemplaba con la antipatía que nunca había tratado de disimular. He aquí alguien que sufriría si el Gobierno inglés le concedía el pedido de clemencia”.

Banda sonora
“Cuando no te puedas mantener en pie, / y ya no te quede nada por beber. // Si te esfuerzas puedes desaparecer, / si te esfuerzas puedes desaparecer”. (“Desaparecer”, Los Planetas).

viernes, 8 de octubre de 2010

Un poema inédito de Hughes

ACTUALIZACIÓN: un aintroducción y la traducción completa, aquí.

«¿Qué ocurrió la noche del domingo? ¿Tu última noche? Lo que recuerdo de ella»
«Una voz como un arma elegida/ o una inyección medida con cuidado/transportó fríamente cuatro palabras hasta el fondo de mi oído:/su esposa ha muerto»
«La última vez que te vi viva/echando al fuego la última carta a mí dirigida... con aquella enigmática sonrisa/ como si hubieras querido dar a entender algo (tachón) muy distinto».






(y qué delicia que sea hoy, coincidencia cuando aparece publicado por primera vez).
(Y, claro, por si caía el Nobel: The first case of polio that summer came early in June, right after Memorial Day, in a poor Italian neighborhood crosstown from where we lived).






lunes, 4 de octubre de 2010

Yaxkin Melchy y José Antonio Labordeta

- ven – // vendrá / lo que silencio // muere como el rock and roll
(Yaxkin Melchy)
Hay, de entre los muchos tipos de poetas y de poesía que puedan darse, dos tipos de poetas que son ambos necesarios, cada cual a su manera. Unos son los que se adelantan, los que abren las puertas, los que investigan modos y maneras que otros habrán de seguir. Los otros son ese tipo de poetas, civiles, que dan forma exacta, y comprensible, a ala voz de todo un pueblo de toda una comunidad, de un fragmento de vida que necesita ser cantado, comprendido, asimilado y que, con el paso del tiempo, se convierte en “popular”. Yaxkin Melchy es del primer tipo; el recientemente fallecido, haxce apenas una semana, José Antonio Labordeta es un representante del segundo.

El telescopio particular de Yaxkin Melchy
Yaxkin Melchy y Los poemas que vi por un telescopio (Tierra Adentro, 2009) son una de las constaciones más fehacientes de una nueva generación poética mexicana. Con el espaldarazo que supone un premio como el Nacional Elías Nandino, Yaxkin, poeta activo y movido donde los haya, ofrece en este libro una obra a la vez completa, por lo unitario, como incompleta, por hacerse, en proceso, ya que como significativamente escribe en la última página del volumen: “este libro forma parte de El Nuevo Mundo”.
Los poemas de Melchin van de la vanguardia, tanto fonética en, por ejemplo, “Gatitos Estelares” a la gráfica hecha poema, como en la serie de los “sueños, a ya clásico poema en prosa que el autor utiliza para sus momentos de mayor verdad histórica. Y en todo ese tráfago de modos y decires, destaca, en estos tiempos de tanto poemario que no es más que una serie de poemas recopilados, una voz fuerte, prometedora, que une en sí misma todas la verdades cósmicas, cosmogónicas, a las que a veces sólo se da acceso a través de otro, en este caso el telescopio.
Yaxkin Melchin, abandonando el yo protagónico tan central a muchos de sus poemas, alza, a mitad del poemario, una voz que se transforma en un nosotros, convirtiéndose en una propuesta generacional, o al menos de un determinado grupo dentro de esta generación más joven, que ajusta cuentas con sus mayores y también consigo mismo: “ Sabemos que tuvimos maestros / Ellos fueron la libertad de sumar todos los números de la Tierra / La libertad de restar / dividir / exponenciar cada palabra hasta los últimos metros sin aire // Decidimos si somos poetas salvajes o no / O somos los que se dicen poetas salvajes / O somos a los que les dicen poetas salvajes / O somos poetas salvajes indecididos / O somos poetas salvajes incendiados / O somos poetas salvajes truncos de las piernas / Con los ojos volando por las páginas de la poesía”.

José Antonio Labordeta, in memoriam
Víctor Manuel San José, en el obituario de El País, utiliza para despedirse de Labordeta, una referencia al “Llanto por Ignacio Sánchez Mejías” de Federico García Lorca: “Tardará en nacer, si es que nace, alguien más pegado a un territorio, Aragón, más resuelto a cargar sobre sus hombros la historia grande y la intrahistoria; empotrado en su paisaje, hombro con hombro con el paisanaje. Indisolublemente unidos para siempre”. Pocos aragoneses, pero de esos pocos todos grandes, permanecen con más fuerza en la memoria colectiva de un pueblo que desde el momento mismo de su muerte pide que su “Canto a la libertad” (“habrá un día en que todos al levantar la vista veamos una tierra que ponga ‘Libertad’”) sea el himno oficial de la región española.
Y, aunque no tan gran poeta como su hermano, el malogrado Miguel Labordeta, a quien se le truncaron demasiado joven todas las promesas de los libros por venir, José Antonio Labordeta era ese poema que llama a las cosas por su nombre y con el que tan difícil es no asentir: “Hoy quisiera olvidarme del mar, / del mar en las ventanas, / del dígale usted a todos buenos días, / seguimos por aquí, / así como siempre, muy buenos de salud / y de agonía. // Hoy quisiera no saber las palabras, / olvidarme los ritos, las maneras, / ser tan libre como la mano de una niña, / o el ojo de un pájaro en la niebla. / Hoy quisiera / -queremos siempre y para nada sirve- / decir palabras lentas, / melodías colgadas de la sombra”.

Banda sonora
“En efecto, Odio París recuerdan a los Planetas, y retrocedimos diez o quince años en el tiempo, y por un momento hasta me pude creer la ilusión de tener la misma edad que los que estaban sobre el escenario” (Interaccionismo simbólico)