lunes, 22 de noviembre de 2010

Eva en su lecho de muerte

Al final no tenemos salvo nuestras propias historias:
la mía, apenas unos fragmentos en el Libro,
ni rastro de trama ni diálogo.
Pero una vez tuve un amante del que nadie se percató
mientras se deslizaba entre las páginas, por entre
las lista de engendradores y engendrados.
¿Se acordará él de nuestra juventud descarriada,
de los placeres a los que nos entregábamos
mientras Adán, el buen burócrata,
se ocupaba, incluso ya expulsado del Edén,
en nombrar las cosas?
¿Qué recuerdos nuestros tendrán nuestros descendientes
para los que nuestra historia es sencilla y ellos
los verdaderos protagonistas?

Desperté el primer día con Adán por compañero
y he intentado olvidar el confuso camino
que habría de seguir: los animales, al principio
asustados en el bosque, las terribles alas del ángel
moviéndose, la maldición del parto.
Y después los propios hijos,
amorosos a veces, inmisericordes otras.
Y de mí sólo hay una historia
para todos, una sola línea imborrable de principio a fin,
y el dolor y la lujuria, el amor o la muerte
son sólo subtramas, pequeñas distracciones.

Pero en lo que ahora pienso,
con esta amargura final de la edad,
es en cómo se acicalaba a sí mismo el jardín
con el aire suculento del verano, en cómo cada flor era
la esencia de su propio color, en cómo
hasta la serpiente sabía que tenía un papel que jugar
para que hubiese una historia.

(Linda Pastan en la Paris Review)

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