lunes, 27 de septiembre de 2010

De Rubén Bonifaz Nuño

No es en mi año. Alguien te tiene,
no es en mi daño. Y sin embargo
me daña en la duda lo que fuiste;
y así me acostumbro, y lo soporto,
y hasta parece que me place.

Ya sin despensas de futuro,
mutilado soy por mis desechos.
Y alegre de no vivir un día
más, me complazco porque ahora
estoy vivo. Me rasco, duermo.

De nada te vale, que, emboscado,
me chupe la hiel, y en copa de oro,
el veneno aquel que me serviste:
se me va olvidando ya el propósito
de recordarte, y ya me extraña
el haber sido quien te quiso.

Pero no sé qué me habrás dado
que me ardo de filos y herrumbres;
que anda curtido y enchilado
por aquí mi corazón, y llora.
Tan exigente en mí, tan áspera
sigues de tiránicos abrojos.

Aunque me emborracho por perderte
o me atiborro de estar hueco
de ti, para encontrar quién eras.

viernes, 24 de septiembre de 2010

jueves, 23 de septiembre de 2010

18 años después

1992: Jesús Ordovás y Julio Ruiz ponen un día y otro la misma maqueta, una canción que con el tiempo acabaría por convertirse en mítica: “Mi hermana pequeña”. Con esa conmoción nace una leyenda que hasta hoy sigue. Hipersónica lo resume mejor de lo que yo podría hacer: “Son el mejor grupo de la historia de España: ningún grupo ha conseguido lo que ellos en sus más de 16 años en activo. Ninguno. Surgieron con unas condiciones mínimas y han llegado a cobrar casi diez millones de pesetas por concierto, donde son auténtica dinamita. Han conseguido situarse con un sonido distintivo, una calidad en las letras buenísima, un nivel de ventas decente para este país de descargas piratas, y sobre todo: han creado una cultura en torno a ellos. O te gustan o les odias, no suele haber término medio.”
2010: El boca a boca ahora es página a página, blog a blog, myspace a myspace. Pero, la misma emoción de entonces, ese “estos sí”: “En efecto, Odio París recuerdan a los Planetas, y retrocedimos diez o quince años en el tiempo, y por un momento hasta me pude creer la ilusión de tener la misma edad que los que estaban sobre el escenario”. Y, en efecto, ha pasado el tiempo.

martes, 21 de septiembre de 2010

Himno y combustión espontánea

I
Mientras iba de tu mano hacia la montaña unos días eran fuego y otros eran llamas.

II
Una vez, si mal no recuerdo, me tenías en la punta de los dedos. Las secuelas de los viejos días estarán conmigo el resto de mi vida.

III
Cazadores blancos con corazones negros, entran ganas de apostar por el caballo ganador.

IV
Y yo aquí sigo buscando a quién resuelva mis problemas con la justicia, que para mí es degradante que mi destino esté regido por cerdos fascistas.
Y no tendría que estar hablando de estas cosas si tú estuvieras esta noche por aquí.


V
Y si te quedas esta noche nada más, y si te quedas esta noche nada más, prometo que voy a cambiar.

VI
Cuando quieras saber de mí sólo tienes que llamarme, cuando quieras estar conmigo sólo tienes que venir, cuando vengas que sea con el corazón abierto, si no puedes hacerlo no te molestes por mí.

VII
Quiero que sepas que ya me esperaba que esto ocurriera y que no pasa nada, sólo me da la razón, y que he estado aprendiendo de cada momento que he estado contigo.
(Quiero que sepas que me he acostumbrado a tus putas escenas de "ahora me largo". Lárgate ya de verdad que sería una suerte si no vuelvo a verte en los próximos años.)


VIII
Que tengas buenas noches hoy, y malos sueños para quien prefiera tenerte muerta que no tenerte nada, que yo te siento cerca y no quiero más nada que destruir la fortaleza que tapia tu casa.

IX
Y después cuando anochezca, si esperas al final, voy a darte un beso de verdad, donde acaba el arco iris y empieza lo demás. Si te vienes es donde quiero estar.
Donde empieza el infinito y acaba la espiral, si te vienes es donde quiero estar.


X
Cuando era joven nos llamaban los halcones y teníamos acciones en empresas destinadas a triunfar.
¿Adónde fueron a parar tantas razones?, se preguntan los balcones y terrazas que dominan la ciudad.
Y mientras va pasando el tiempo otro día más...otro día más.

lunes, 20 de septiembre de 2010

Te lo explicaré, si quieres. Algunas palabras concuerdan. Algunas de las palabras que te salen de la boca concuerdan con algo que conozco. Otras, en cambio, no casan con nada.
(Doris Lessing)

Cuando la Academia Sueca decidió que el premio Nobel de literatura de 2007fuera para Doris Lessing señaló en el breve comentario que anuncia la elección que la escritora destacaba por su “capacidad para transmitir la épica de la experiencia femenina y narrar la división de la civilización con escepticismo, pasión y fuerza visionaria”, explicación en la que no cabían otras obras suyas, no por más desconocidas menores, como, por ejemplo Instrucciones para un Descenso al Infierno, colocada por David Pringle entre las cien mejores obras de fantasía, y que la propia Lessing menciona en la breve entrevista telefónica que concedió a la página de la Fundación Nobel al afirmar “creo que a la gente del Nobel no les gusta lo que se llama ‘ciencia ficción’. Creo que es una etiqueta equivocada y que tendrían problemas con (…)Instrucciones para un Descenso al Infierno. Obras así son difíciles de clasificar”.
Instrucciones para un descenso al infierno se centra en un hombre al tarda el lector en identificar con Charles Watkins (que se llama a si mismo Simbad o Ulises), que aparece un día, desmemoriado y lleno de recuerdos (¿fantasías?) sobre sus viajes marinos, en una clínica psiquiátrica de Londres, presa de algo que podría ser un caso muy particular de esquizofrenia o de delirio. O, quizá, de otra forma de ver la realidad como afirma la propia autora en una brevísima nota aclaratoria al fin del tomo.
“Mantener una amistad larga y estrecha con una persona que lo vive todo de forma distinta que la gente ‘normal’ me ha llevado a hacerme esa misma pregunta”. La pregunta a la que se refiere es una de Blake “¿Cómo sabes que toda ave que surca el aire / no es un mundo inmenso de placer, / confinado por tus cinco sentidos?”. De aquel primer cuestionamiento surgió un guión de cine que no llegó a concretarse y que Lessing, intrigada, envió a dos doctores pidiéndoles que trataran al protagonista como un paciente y le enviaran su diagnostico. “Así lo hicieron. (…) Sin embargo, sus diagnósticos, aunque compasivos y razonados, diferían el uno del otro. De hecho, no coincidían en un solo punto”. Esa frase es la que alienta, y explica, el modo de lectura de estas enmarañadas Instrucciones.
Lessing siempre ha definido este libro como una especie de “ficción del espacio interior”, como un viaje a lugares extraños pero que no están colocados en ningún planeta extraño ¿, ni en un futuro lejano, sino en el aquí y el ahora, pero un aquí y una hora que ocurren en la mente del paciente que en la primera parte del libro mantiene una conversación coherente dentro de su incoherencia con los doctores X e Y (letra que en inglés se pronuncia exactamente igual que “por qué”) y una enfermera y en la que relata, a ellos o a sí mismo, un viaje por mar que siempre consiste en “vueltas y vueltas y vueltas y vueltas”, sonsonete que aparece en casi todas sus intervenciones. Es en esta parte donde aparecen, perfectamente mezclados, elementos de la ciencia ficción, esos vigilantes del espacio que aparecen en un disco de luz, y referencias más clásicas, encubiertas, a Hesiodo y Platón.
Y, entonces, en un giro en que lo interior entra en conflicto con lo exterior, los encargados de su cuidado y ¿curación?, descubren que su verdadero nombre es Charles Watkins, catedrático de literatura clásica, lo que explica la lógica de las múltiples intertextualidades de su relato. Y, al modo del coro clásico, el paciente es juzgado por sus cercanos, por su esposa, por una de sus amantes, por una admiradora, por un compañero de batalla en Yugoslavia, de tal modo que el lector complementa la realidad de las visiones interiores de Watkins con las “verdaderas” ofrecidas por todos aquellos que participan en esa nueva escritura.
Instrucciones para un descenso al infierno, que reivindica de un modo magistral y “literario” lo que, acaso, podría ser un subgénero, no es un libro fácil, dentro de la obra de una escritura que nunca se ha distinguido por la facilidad, pero cumple perfectamente con ese adagio que define el arte como el único lugar en el que se debe sacar tanto o más placer como el esfuerzo invertido en conseguirlo.

Banda sonora
“No siento en la vida nada más / Que estar hecho de un solo metal / Y que tú estés hecha de tantos metales / No lamento nada más / Que no poder estar contigo / Qué es donde querría estar // Y ahora quiero / Perderte y no encontrarte nunca más / Si volvemos a vernos / Algún día por casualidad / No podrás decir que yo no lo intenté / Que me dejé la piel y la cabeza / Intentando resolver / El enigma / Que impide que te pueda comprender / Qué se interpone / Entre nosotros como una pared” (“Si me diste la espalda”, Los Planetas).

martes, 14 de septiembre de 2010

¡Qué idiota resulta el dolor propio...

cuando se leen cosas así!
HE WAS A SUPERHERO
He redeemed me. He made me feel alive and real. He saved me from The Evil Machines. He is the most beautiful thing I have ever seen. He gave me the bestest and happiest two days of my life. He helped me to understand what I am. He taught me that I was not alone. He was My Reason and My Plan and will always be. As opposed to me, he was fucking strong. He was a real fighter. He wanted to live. He changed my world. He made it better, more colorful. He stared at me in a way nobody has. He had big bright brown eyes. I felt as if he just understood me and trusted me with no effort. He liked my voice and my songs. We were true friends. I was supposed to show him how things were outside, how The Game went, that was my self-appointed mission, but we did not have time for that. He sucked the tip of my nose, though. He also touched the scarce beard I grew for him to play with. Alas, I could not teach him how to make a banana shake. We tried to escape from the hospital together to see the world but the security alarm went off at the elevator and we were captured and sent back to the room. We stood by the window at the hospital and I showed him the woods and the sky. I told him that one day I would take him up there, to the stars. I just had to love him. I felt a primal urge to love him. He was hermoso. Now I have too much love within me and my little superhero, the source and natural target of all that love, is gone. He was my joy and this is my sadness. This is Sadness and Pain. I would have done anything for him. I would have given away my own life. Twice. He will not be remembered because there is not need to remember: he is still with us. He will never leave us. He is in the air (“in between molecules of oxigen and carbon dioxide”). He is everything that is beautiful and good. And the universe is full of beauty, goodness and wonder; he was a living proof of that. Therefore, he surrounds us. He is right here. He covers us. We have to give love and value life, that was his lesson to me. He will take good care of all of us. He made that promise to his amazing mother before he took off. He will hold to that promise, I am sure. He was made of neverending Happiness and Love.

De Javier Moreno (un abrazo).

Aquí debería ir

un poema de la Bishop

(INSOMNIO
La luna en el espejo
observa una distancia enorme
(y quizá, orgullosa, a ella misma
pero nunca, nunca sonríe),
alejada y más allá del sueño
o quizá es que duerme de día.

Olvidada por el Universo,
mandaría todo al infierno
y habría de encontrarse
un cuerpo de agua,
un espejo en que habitar.
Por eso envuelve el cariño en telarañas
y lo baja hasta el fondo del pozo

a ese mundo invertido
en que la izquierda está a la derecha,
en que las sombras son el cuerpo,
en que estamos despiertos toda la noche,
en que los cielos son vados como el mar
es ahora profundo y me amas.),

pero se me cruzó, mérito de los libritos de poesía de la Library of America, la injustamente poco traducida Muriel Rukeyser:

EL ESFUERZO DE DOS POR CONVERSAR
Háblame. Toma mi mano. ¿Dónde estás ahora?
Te voy a contar todo. No ocultaré nada.
Cuando yo tenía tres, un niño leyó la historia de un conejo
que moría, en la historia, y me escondí bajo la silla:
un conejo rosa: era mi cumpleaños y una vela
me quemó un dedo y me dijeron que fuera feliz.

Oh, crecer para conocerme. No soy feliz. Me abriré:
Ahora pienso en velas blancas contra el cielo como música,
Como cornos orgullosos sonando, y gorjeo de pájaros, un brazo
que me rodea. Hubo uno a quien amé y quería vivir navegando.

Háblame. Toma mi mano. ¿Dónde estás ahora?
A los nueve, era sentimental,
fluida: y mi tía la viuda tocaba a Chopin
y yo apoyaba mi cabeza en la madera y lloraba.
Ahora quiero estar cerca de ti. Querría
Unir, como fuera, las horas de mis días a tus días.

No soy feliz. Me abriré.
Me gustaban las lámparas en los rincones de la noche y los poemas tranquilos.
Siempre he tenido miedo y he especulado
en cuál era, de verdad, la tragedia de su vida.

Toma mi mano. Primero mi mente en tu mano. ¿Dónde estás ahora?
Cuando tenía catorce, soñé con suicidarme,
y me paré en una de las ventanas del piso de arriba,
al anochecer, deseando la muerte:
y si la luz no hubiera fundido hasta la belleza
las nubes con la llanura, si la luz no hubiese transformado el día,
habría saltado.
No soy feliz. Estoy sólo. Háblame.

Me abriré. Creo que nunca me amo:
Amaba las playas resplandecientes, los labios
diminutos de la espuma que cabalgan sobre las olas,
los gritos de las gaviotas: y con voz alegre dijo:
te amo. Crecer para conocerme.

¿Qué eres ahora? Si pudiéramos tocarnos el uno al otro,
si nuestras separadas entidades pudieran enlazarse
como lo hacen las piezas de los rompecabezas chinos
Ayer me paré en una calle repleta de gente
y nadie decía nada y la mañana brillaba.
Todos moviéndose en silencio. Toma mi mano. Háblame.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Dos cartas de amor

I
Si el mundo fuera normal, el que una chica te tratara bien sería buena señal, pero en el mundo real no es así.
(Nick Hornby)
Como la mayoría de los protagonistas de Nick Hornby, Sam vive en una eterna mentalidad adolescente, pero en esta ocasión en lugar de ser un treintañero díscolo u obsesivo, es un adolescente también de edad. De esa edad en la que todo es nuevo y uno se cree el centro del mundo. Una mentalidad que describe, acertadísimamente, uno de los primeros párrafos de Todo por una chica (Anagrama, 2009): “me alegro de que haya cosas que no sabéis y que no podéis ni siquiera adivinar, cosas raras, cosas que sólo me han pasado a mí en toda la historia del mundo, que yo sepa. Si fuerais capaces de adivinarlo todo sólo con haber leído ese pequeño párrafo primero, empezaría a preocuparme por no ser una persona increíblemente complicada e interesante”.
Sam está a punto de cumplir los dieciséis años y su única pasión es el skate (no “skateboard” como se encarga de afirma una vez y otra), tanto que su compañero de secretos es el póster de Tony Hawk. Y, a pesar de la adolescencia, a Sam las cosas no le van del todo mal. Ya ha superado el divorcio de sus padres, no tiene especiales problemas en la escuela y se ha enamorado de Alicia. No van del todo mal hasta que ella queda embarazada y Sam, como todo adolescente que se ha metido en un lío, tiene “la sensación de que estaba jugando a algún tipo de juego cuyas reglas todo el mundo sabía menos yo”.
Sam, como buen personaje de Hornby, es un antihéroe, un perdedor al que su propia desgracia, que considera única y resulta tan común, hace que el lector se encariñe de él, como en la vida uno apoya siempre al amigo al que todo le sale mal. Sam es, puede ser, puede parecer, un cobarde y un egoísta (esa huida de la responsabilidad de la paternidad) pero es una buena persona que no sabe qué hacer y si lo sabe no sabe cómo.
Todo por una chica, frase en que se resume esa idea monomaniaca de la mayoría de los adolescentes masculinos, se convierte a veces en un manual de supervivencia de la adolescencia, con consejos tan, en apariencia sencillos, como “en todo caso, evitad salir con chicas feas que digan que quieren ser modelos. No porque sean feas, sino porque están locas”. O una lista de verdades que, aunque deben aprenderse en la primera juventud, su utilidad ha de ser para la vida en general, para la de verdad: “Te acuestas con alguien porque no te pone enfermo y cuando ese alguien te empieza a poner enfermo dejas de hacerlo” y el realistamente doloroso “Porque si alguien te dice te quiere, te ves obligado a decírselo tú también a quien te lo dice, ¿no? Tienes que ser muy duro para no hacerlo”.
En este libro de Hornby, escrito en ese tipo de escritura para jóvenes que los anglosajones categorizan bajo el generalista “young adult fiction”, se encuentra la raíz de sus otros personajes: un mundo en el que la diferencia –sean la manía de los discos, la soltería despreocupada o la necesidad de buscar otra chica– es siempre causa de angustia y de preocupación, causa de que sea tan difícil encontrar un lugar en el mundo y de conservarlo con todo en contra. Pero, frente a otros personajes adolescentes, el lector no puede evitar sentir lástima por alguien que lo único que quiere, como dice el título de otra de las novelas, es saber “cómo ser bueno”.
Y en la novela, que no trata tanto de todo lo que hacer por una chica, sino más bien sobre todo lo que se podría llegar a hacer hasta ese final, en la última página, en que el protagonista descubre que irremediablemente ha entrado, o está a punto de entrar, en la edad adulta: “Quedaba mucho trabajo por hacer, y muchas discusiones por entablar, y niños que cuidar, y dinero que conseguir, y horas de sueño que perder”. Y todo sin tener esa esperanza de otro de los personajes de Hornby, Rob Fleming, que para su funeral quiere que “una bella y llorosa mujer insista en que pongan You're The Best Thing That Ever Happened To Me, de Gladys Knight”.
Banda sonora
“I loved the words you wrote to me / But that was bloody yesterday / I can't survive on what you send / Every time you need a friend. // I saw two shooting stars last night / I wished on them but they were only satellites / Is it wrong to wish on space hardware / I wish, I wish, I wish you'd care” (“A New England”, Billy Bragg).
II
El dolor era insoportable, pero yo no quería que terminase: era grandioso como una opera. Iluminaba todo Grand Central Station como un Día del Juicio Final.
(Elizabeth Smart)

Si Enrique Vila-Matas, Morrissey, Michael Ondaatje y Cyril Connolly, personajes disímiles donde los haya, coinciden en algo, lo más probable es que ese algo sea, al menos, susceptible de ojearse. Los cuatro, y el editor y una legión de desconocidos, coinciden en alabar, siempre superlativamente, uno de los pocos libros que publicó Elizabeth Smart, En Gran Central Station me senté y lloré (Periferica, 2009).
La biografía de Elizabeth Smart tiene un momento clave: el día en que ella, canadiense residente en Londres, entra a una librería y descubre un librito de poemas de George Baker al que después de leer considera que era el hombre de su vida, el hombre junto al que envejecería. Pasarían aún tres años antes de que lo conociera y el hecho de que él estuviera casado no le impidió tener una historia de amor completa y plena, repleta de altibajos, de alegrías infinitas y de depresiones infinitas también. Una historia de amor que sólo podría ser descrita como una herida anciana y verde. De esa historia saldría el dolorosamente triste En Grand Central Station. Pero, y vale la pena avisar al lector, nada hay de escabroso en este libro que no retrata ni el adulterio, ni la clase media, que no ofrece ni una sola descripción, ni fechas. En su lugar, una novela autobiográfica que en realidad es un enorme poema en prosa y sin ni un solo dato biográfico externo. Una novela que cumple perfectamente con el precepto de Vila-Matas “me preguntaron si era fácil distinguir entre una buena novela y una que no lo era, y dije que bastaba con examinar cuáles eran sus relaciones con las altas ventanas de la poesía”.
“Estoy en una esquina en Monterrey, de pie, esperando que llegue mi autocar, con todos los músculos de mi voluntad reteniendo el terror de afrontar lo que más deseo en el mundo”. Con una frase tan cotidiana como esa Smart nos introduce en la dicotomía que, acentuada en algunos fragmentos, victoriosa por alguna de las partes en otros, va a regir todo el libro y la escritura casi automática de la escritora: el terror y el deseo. Como una mente que va uniendo una imagen tras otra, encadenadas en cada uno de los diez capítulos temáticamente (el parto, el acantilado, los viajes, la cárcel) los instantes, visuales sobre todo, se amontonan en la mente del lector no dejándole casi lugar a respirar angustiado por la frenética carrera para ganar (o disfrutar o sufrir) el amor que describe En Grand Central Station.
“El amor me posee y no tengo alternativa” podría ser la frase que mejor resumiera el espíritu indómito de Elizabeth Smart. Ha decidido, mejor dicho le ha sido impuesto, amar y a ello debe abocarse. Pero su entrega al amor es sincera. No simplemente rosa o trágica. No es ni de una verborrea fácil ni de imágenes de miel y hojuelas. La autora atraviesa todas las fases del amor y todas con plenitud, un amor que no se niega a nada, como en la vida real de la Smart, un amor que se abalanza y después sufre, pues no las ha medido antes, las consecuencias.
Y todo dentro de una escritura que combina de un modo MAGISTRAL, así con mayúsculas, las imágenes interiores y propias de la autora con una exuberante cultura libresca (la Biblia, Shakespeare, los metafísicos ingleses, ese genial “amor vegetal” de Andrew Marvell) que se combina perfectamente en momentos como este: “Me veo infestada por una horda de deseos: una paloma me picotea el corazón, un gato hurga en la cueva de mi sexo y en mi cabeza ladra una jauría, bajo el látigo de un cazador que ordena a gritos destrucción y estragos, mientras las horas acumulan torturas para poner mi resistencia a prueba. Y si gritase, ¿quién me oiría entre el coro de los ángeles?” (O, para comparar, en la traducción ya inencontrable de Lumen: "Estoy infestada por una marabunta de deseos. Mi corazón es devorado por una paloma, un gato hurga en la cueva de mi sexo; sabuesos obedecen en mi cabeza a un adiestrador que sólo grita cosas confusas, a medida que las horas ponen a prueba mi resistencia con un cúmulo de torturas. ¿Quién, si lloro, me escucharía entre las órdenes angelicales?”).
Leer En Grand Central Station me senté y lloré es, sobre todo, una prueba contra la que comparar el propio amor, el del lector o la lectora, una evidencia de que sólo a algunas almas (no hay que olvidar que, aunque poética y ficcionalizada, es una autobiografía) les es dado sentir con toda su plenitud el amor, un amor que sólo puede terminar en el grito desesperado de la última frase: “Amor mío, cariño, ¿me oyes, desde ahí dónde duermes?”
Banda sonora
“No sé cómo puedes atreverte a venir y a pedirme que te acepte / cuando tú no has aceptado ni una sola de las cosas que te pido. // Ya sé qué no tenia que haber venido / pero dónde puedo estar mejor que aquí contigo” (“No sé cómo te atreves”, Los Planetas).

jueves, 9 de septiembre de 2010

Del diario

No es cuestión de pensar, me dijo. Ella no quiere estar contigo: eso es lo único que cuenta. Tenemos cosas más inútiles en que perder el tiempo buscando una explicación razonable al hecho de que se acabó.