lunes, 13 de septiembre de 2010

Dos cartas de amor

I
Si el mundo fuera normal, el que una chica te tratara bien sería buena señal, pero en el mundo real no es así.
(Nick Hornby)
Como la mayoría de los protagonistas de Nick Hornby, Sam vive en una eterna mentalidad adolescente, pero en esta ocasión en lugar de ser un treintañero díscolo u obsesivo, es un adolescente también de edad. De esa edad en la que todo es nuevo y uno se cree el centro del mundo. Una mentalidad que describe, acertadísimamente, uno de los primeros párrafos de Todo por una chica (Anagrama, 2009): “me alegro de que haya cosas que no sabéis y que no podéis ni siquiera adivinar, cosas raras, cosas que sólo me han pasado a mí en toda la historia del mundo, que yo sepa. Si fuerais capaces de adivinarlo todo sólo con haber leído ese pequeño párrafo primero, empezaría a preocuparme por no ser una persona increíblemente complicada e interesante”.
Sam está a punto de cumplir los dieciséis años y su única pasión es el skate (no “skateboard” como se encarga de afirma una vez y otra), tanto que su compañero de secretos es el póster de Tony Hawk. Y, a pesar de la adolescencia, a Sam las cosas no le van del todo mal. Ya ha superado el divorcio de sus padres, no tiene especiales problemas en la escuela y se ha enamorado de Alicia. No van del todo mal hasta que ella queda embarazada y Sam, como todo adolescente que se ha metido en un lío, tiene “la sensación de que estaba jugando a algún tipo de juego cuyas reglas todo el mundo sabía menos yo”.
Sam, como buen personaje de Hornby, es un antihéroe, un perdedor al que su propia desgracia, que considera única y resulta tan común, hace que el lector se encariñe de él, como en la vida uno apoya siempre al amigo al que todo le sale mal. Sam es, puede ser, puede parecer, un cobarde y un egoísta (esa huida de la responsabilidad de la paternidad) pero es una buena persona que no sabe qué hacer y si lo sabe no sabe cómo.
Todo por una chica, frase en que se resume esa idea monomaniaca de la mayoría de los adolescentes masculinos, se convierte a veces en un manual de supervivencia de la adolescencia, con consejos tan, en apariencia sencillos, como “en todo caso, evitad salir con chicas feas que digan que quieren ser modelos. No porque sean feas, sino porque están locas”. O una lista de verdades que, aunque deben aprenderse en la primera juventud, su utilidad ha de ser para la vida en general, para la de verdad: “Te acuestas con alguien porque no te pone enfermo y cuando ese alguien te empieza a poner enfermo dejas de hacerlo” y el realistamente doloroso “Porque si alguien te dice te quiere, te ves obligado a decírselo tú también a quien te lo dice, ¿no? Tienes que ser muy duro para no hacerlo”.
En este libro de Hornby, escrito en ese tipo de escritura para jóvenes que los anglosajones categorizan bajo el generalista “young adult fiction”, se encuentra la raíz de sus otros personajes: un mundo en el que la diferencia –sean la manía de los discos, la soltería despreocupada o la necesidad de buscar otra chica– es siempre causa de angustia y de preocupación, causa de que sea tan difícil encontrar un lugar en el mundo y de conservarlo con todo en contra. Pero, frente a otros personajes adolescentes, el lector no puede evitar sentir lástima por alguien que lo único que quiere, como dice el título de otra de las novelas, es saber “cómo ser bueno”.
Y en la novela, que no trata tanto de todo lo que hacer por una chica, sino más bien sobre todo lo que se podría llegar a hacer hasta ese final, en la última página, en que el protagonista descubre que irremediablemente ha entrado, o está a punto de entrar, en la edad adulta: “Quedaba mucho trabajo por hacer, y muchas discusiones por entablar, y niños que cuidar, y dinero que conseguir, y horas de sueño que perder”. Y todo sin tener esa esperanza de otro de los personajes de Hornby, Rob Fleming, que para su funeral quiere que “una bella y llorosa mujer insista en que pongan You're The Best Thing That Ever Happened To Me, de Gladys Knight”.
Banda sonora
“I loved the words you wrote to me / But that was bloody yesterday / I can't survive on what you send / Every time you need a friend. // I saw two shooting stars last night / I wished on them but they were only satellites / Is it wrong to wish on space hardware / I wish, I wish, I wish you'd care” (“A New England”, Billy Bragg).
II
El dolor era insoportable, pero yo no quería que terminase: era grandioso como una opera. Iluminaba todo Grand Central Station como un Día del Juicio Final.
(Elizabeth Smart)

Si Enrique Vila-Matas, Morrissey, Michael Ondaatje y Cyril Connolly, personajes disímiles donde los haya, coinciden en algo, lo más probable es que ese algo sea, al menos, susceptible de ojearse. Los cuatro, y el editor y una legión de desconocidos, coinciden en alabar, siempre superlativamente, uno de los pocos libros que publicó Elizabeth Smart, En Gran Central Station me senté y lloré (Periferica, 2009).
La biografía de Elizabeth Smart tiene un momento clave: el día en que ella, canadiense residente en Londres, entra a una librería y descubre un librito de poemas de George Baker al que después de leer considera que era el hombre de su vida, el hombre junto al que envejecería. Pasarían aún tres años antes de que lo conociera y el hecho de que él estuviera casado no le impidió tener una historia de amor completa y plena, repleta de altibajos, de alegrías infinitas y de depresiones infinitas también. Una historia de amor que sólo podría ser descrita como una herida anciana y verde. De esa historia saldría el dolorosamente triste En Grand Central Station. Pero, y vale la pena avisar al lector, nada hay de escabroso en este libro que no retrata ni el adulterio, ni la clase media, que no ofrece ni una sola descripción, ni fechas. En su lugar, una novela autobiográfica que en realidad es un enorme poema en prosa y sin ni un solo dato biográfico externo. Una novela que cumple perfectamente con el precepto de Vila-Matas “me preguntaron si era fácil distinguir entre una buena novela y una que no lo era, y dije que bastaba con examinar cuáles eran sus relaciones con las altas ventanas de la poesía”.
“Estoy en una esquina en Monterrey, de pie, esperando que llegue mi autocar, con todos los músculos de mi voluntad reteniendo el terror de afrontar lo que más deseo en el mundo”. Con una frase tan cotidiana como esa Smart nos introduce en la dicotomía que, acentuada en algunos fragmentos, victoriosa por alguna de las partes en otros, va a regir todo el libro y la escritura casi automática de la escritora: el terror y el deseo. Como una mente que va uniendo una imagen tras otra, encadenadas en cada uno de los diez capítulos temáticamente (el parto, el acantilado, los viajes, la cárcel) los instantes, visuales sobre todo, se amontonan en la mente del lector no dejándole casi lugar a respirar angustiado por la frenética carrera para ganar (o disfrutar o sufrir) el amor que describe En Grand Central Station.
“El amor me posee y no tengo alternativa” podría ser la frase que mejor resumiera el espíritu indómito de Elizabeth Smart. Ha decidido, mejor dicho le ha sido impuesto, amar y a ello debe abocarse. Pero su entrega al amor es sincera. No simplemente rosa o trágica. No es ni de una verborrea fácil ni de imágenes de miel y hojuelas. La autora atraviesa todas las fases del amor y todas con plenitud, un amor que no se niega a nada, como en la vida real de la Smart, un amor que se abalanza y después sufre, pues no las ha medido antes, las consecuencias.
Y todo dentro de una escritura que combina de un modo MAGISTRAL, así con mayúsculas, las imágenes interiores y propias de la autora con una exuberante cultura libresca (la Biblia, Shakespeare, los metafísicos ingleses, ese genial “amor vegetal” de Andrew Marvell) que se combina perfectamente en momentos como este: “Me veo infestada por una horda de deseos: una paloma me picotea el corazón, un gato hurga en la cueva de mi sexo y en mi cabeza ladra una jauría, bajo el látigo de un cazador que ordena a gritos destrucción y estragos, mientras las horas acumulan torturas para poner mi resistencia a prueba. Y si gritase, ¿quién me oiría entre el coro de los ángeles?” (O, para comparar, en la traducción ya inencontrable de Lumen: "Estoy infestada por una marabunta de deseos. Mi corazón es devorado por una paloma, un gato hurga en la cueva de mi sexo; sabuesos obedecen en mi cabeza a un adiestrador que sólo grita cosas confusas, a medida que las horas ponen a prueba mi resistencia con un cúmulo de torturas. ¿Quién, si lloro, me escucharía entre las órdenes angelicales?”).
Leer En Grand Central Station me senté y lloré es, sobre todo, una prueba contra la que comparar el propio amor, el del lector o la lectora, una evidencia de que sólo a algunas almas (no hay que olvidar que, aunque poética y ficcionalizada, es una autobiografía) les es dado sentir con toda su plenitud el amor, un amor que sólo puede terminar en el grito desesperado de la última frase: “Amor mío, cariño, ¿me oyes, desde ahí dónde duermes?”
Banda sonora
“No sé cómo puedes atreverte a venir y a pedirme que te acepte / cuando tú no has aceptado ni una sola de las cosas que te pido. // Ya sé qué no tenia que haber venido / pero dónde puedo estar mejor que aquí contigo” (“No sé cómo te atreves”, Los Planetas).

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