No publicar da una maravillosa sensación de paz.
Da paz.
Calma.
Publicar es una terrible invasión de mi privacidad.
Me gusta escribir.
Me encanta escribir.
Pero escribo solo para mi mismo y mi propio placer.
La columna de los sábados en La Jornada y apuntes diarios.
Si me lo preguntan, diré que sí. Quise a Golo, ese imbécil, con toda mi alma. Pero no me pregunten por qué.
(Tryno Maldonado)
Es más fácil definir, y defender, afirmando todo lo que no es Temporada de caza para el león negro (Anagrama, 2009) de Tryno Maldonado que diciendo lo que es. No es una novela sobre el inframundo del arte contemporáneo, galerías, galeristas, curadores y artistas de pelaje vario. No es una novela sobre las prácticas del amor entre hombres. No es un texto con guiños del autor a otros autores e incluso a sí mismo (ese capítulo de una sola frase: "Golo dejó el Atari" y que conecta directamente con la explicación, aparecida capítulos antes: "El Atari es un sistema de videojuegos casero que salió al mercado a finales de los años setenta. Los miembros de esta generación, por lo tanto, habrán nacido en esas fechas"). No es una sucesión de momentos organizados a la buena de Dios, de ese en el que el protagonista no cree. No es nada de eso, aunque en un momento u otro, aparente y magistralmente caóticos en su orden, aparezcan.
Temporada es, sobre todo, una descripción de la pasión amorosa; de, sería más adecuado, la obsesión que alguien puede llegar a tener por alguien (y, a veces, por algo). Con los ojos del narrador, del que apenas sabemos lo que tuvo que ver con el verdadero y único protagonista, con el artista Golo, el rebelde que pasa temporadas de abstinencia artística y enloquecimientos (¿en algún momento deja de estarlo?) en los que convierte hasta el cuarto de baño del departamento en que convive con el narrador en una obra maestra. Golo, el artista que nos legó esas dos obras fundamentales para las artes plásticas de este país que son Cubo de Ernö Rubik en rojo y Matezza v.2.0.
¿A quién lo cuenta el narrador? Ese es uno de los grandes enigmas, y a la vez, su mayor virtud. Cuando el lector cierra el delgado volumen no puede evitar preguntarse por qué el narrador lo eligió a él (aunque en realidad es el lector el que eligió la novela) para contarle la historia de su desesperado amor por Golo. Pero, al igual que no sólo se soportan sino que se escuchan con interés las cuitas amorosas de un amigo a altas horas de la madrugada en la cantina, quien lee Temporada no puede salvo estar atento a las peripecias, repetidas y monotemáticas, como son las conversaciones de los enamorados, de ese enamorado sin nombre que nos habla, una vez y otra y otra más, de ese objeto del amor que fue, sí fue, Golo.
(Un paréntesis de coincidencias. ¿No es mala suerte que el título coincida en su primera palabra con una de las películas trendies mexicanas? ¿No es mala suerte que el nombre de su protagonista coincida con el de una de las novelas mexicanas más sobrevaloradas últimamente? ¿No es buena suerte que coincida con esa moda, no tan última pero que ahora emerge, de narradores que escriben desde una diferencia mental, sea biológica, Haddon, Galchen, sea psicológica?).
Temporada de caza para el león negro representa, además y sobre todo, una historia que, aunque no lineal en el tiempo y llena de repeticiones, no más molestas que las repeticiones de la vida o de las de cualquier conversación de amigos, puede hallar acomodo en la lista de un lector que lo único que quiere es una novela que empezar y terminar, por placer sin más. Una historia que como todas las historias de amor es la de una obsesión. Obsesión, pasión y amor que se resumen en dos capítulos que sólo en su totalidad merecen ser citados y que hacen desear al lector haber tenido o haber sido objeto de pasión semejante.
Otro modo de pasión
"Esto quizá no tenga pies ni cabeza, pero debo decírtelo. La vida es muy corta. (…) Es un trecho muy corto. Da esos veinticinco pasos. Ahora. Ahora mismo. Vente así, como estas. Y viviremos felices el resto de nuestras vidas" (Lolita, Vladimir Nabokov).
Un poema para enero
"Pasada ya la cumbre de la vida, /justo del otro lado, yo contemplo / un paisaje no exento de belleza / en los días de sol, pero en invierno inhóspito. / Aquí sería dulce levantar la casa / que en otros climas no necesité, / aprendiendo a ser casto y a estar solo. / Un orden de vivir, es la sabiduría. / Y qué estremecimiento, / purificado, me recorrería / mientras que atiendo al mundo / de otro modo mejor, menos intenso, / y medito a las horas tranquilas de la noche, / cuando el tiempo convida a los estudios nobles, / el severo discurso de las ideologías / -o la advertencia de las constelaciones / en la bóveda azul... / Aunque el placer del pensamiento abstracto / es lo mismo que todos los placeres: / reino de juventud". ("Píos deseos para empezar el año", Jaime Gil de Biedma).
Banda sonora
Se ha reunido un corro de vecinas / y han decidido que digas lo que digas / nadie te va a hacer ni caso, / ellas no se dan por aludidas. // Se han reunido catorce o quince locas / y han decidido tocarme las pelotas, / y lo están consiguiendo, / me voy a quedar en el intento, / me voy a quedar en el intento ("Reunión en la cumbre", Los Planetas).
- ¿No lo sabes? / - No lo he pensado. / - Esas cosas no se piensan. / -Es que yo si no pienso no entiendo.
(Paolo Giordano)
La soledad de los números primos de Paolo Giordano es uno de esos libros que antes que en el ejercicio de estilo o en las metáforas que se fijan en la memoria está basado principalmente en su personajes. "De la fotografía, a Alice le gustaba más el gesto que el resultado", en esa frase están resumidos los movimientos, de encuentro y desencuentro, que Alice y Mattia emprenden a lo largo de toda la novela. Alice es, a consecuencia de un accidente de ski sufrido de pequeña, patizamba y retraída hasta que encuentra en la fotografía una, inútil, tabla de salvación; Mattia, un matemático bastante bueno que usa esa ciencia precisamente para no tener que pensar, o hacerlo demasiado, con tendencias suicidas por la culpabilidad que le causan los remordimientos de haber sido culpable directo de la muerte de su gemela retrasada.
Paolo Giordano en su primera obra deja sin más que sus personajes ¿obligados? a la soledad vayan atravesando los diversos momentos en que esta se manifiesta: la primera infancia, con un retrato acertadísimo de la crueldad de los niños y las niñas, la adolescencia, el momento de la entrada al mercado laboral, el matrimonio, en el caso de Alice, la necesidad de establecerse en el matrimonio, en el caso de Mattia, y, sobre todo, en las últimas páginas, en la imposibilidad de encuentro con quien se debe estar.
"Y se imaginó también cómo al poco sus movimientos se volvían más sinuosos, su bracear más amplio y armónico; cómo sus pies, tiesos como aletas, se movían a la vez y sus cabeza se volvía hacia la superficie por donde aún se filtraba un poco de luz; cómo salía a flote y respiraba y, nadando con la corriente se dirigía a un lugar nuevo, toda la noche, y finalmente llegaba al mar". De imágenes como esa, de párrafos así, está repleta la novela, imágenes sencillas, perfecta e instantáneamente visibles en la mente del lector a la primera, que convierten la vida de los "normales" personajes en algo que en un momento u otro acaba remitiendo al lector a sí mismo, a esos ineludibles momentos en que nada más existen y que todos han, alguna vez, vivido.
La soledad de los números primos, que encuentra su título en unos primos muy especiales que sólo están separados entre sí por un número como el 11 y 13 o el 17 y el 19, es, sobre todo, la descripción de la imposibilidad de tener una vida feliz; es decir, un libro en el que cualquiera encuentra esas situaciones que en la vida pasan en un segundo apenas, en un instante, y que parecen perseguir a Aluce y Mattia y que, a pesar de tal cúmulo de desgracias, son personajes creíbles. El mayor mérito de Paolo Giordano, y hay que recordar de nuevo que es la primera novela de este físico, es haber conseguido que el lector se enternezca, no tanto al reconocerse sino al desear que en algún momento encuentren la felicidad. O, al menos, algo que se le parezca.
"Sonrió al cielo terso. Con un poco de esfuerzo podría levantarse sola." Esa frase final es la que viene a resumir todo el espíritu de la novela. No tanto en el hecho de levantarse sola, cosa que al fin y al cabo es a lo único a lo que cualquier humano está condenado, sino en ese verbo perifrástico anterior "podría" que marca de un modo sencillo, pero directo y sincero, la verdad: el problema no es estar o no estar solo sino si se puede soportar una vida así.
Que un poema fuerte es aquel que expresa una verdad eterna y que lo hace dentro de una tradición expresiva. El problema, y él se lo calla, es que tantas y tantas obras contemporáneas están empeñadas en, primero, no hablar de verdades sino de subjetividades cada vez más vacuas y fácilmente provocadoras y, segundo, en demostrar al lector, o la industria editorial que sería peor aún, que ya nada vale la pena ser cantado, escrito, transmitido. Tal vez mañana o el año que viene traigan nuevas obras. Y nuevos críticos más cercanos al espíritu del genial Harold.
Un poema de Antonio Colinas
Uno de los poetas de la generación española de los setenta que, frente al culturalismo y los novísimos, mantuvo su creencia en la naturaleza y en el significado trascendente que en ella se encuentra. "¿Recuerdas todavía el débil canto / del ruiseñor perdido en la enramada? / Viste temblar conmigo aquella noche / la copa del ciprés. / Desmadejó / el cielo hilos de luna por tu rostro. / Pero después del pájaro y la luna / se apagaron los astros. / Vi pasar / no sé qué brisa extraña por tu cuerpo. / ¿Recuerdas nuestras manos en el agua? / ¿Recuerdas el silencio sobre el campo / y, como un dios sangrante, el nuevo día / incendiando las torres, las palomas?" ("Envío").
Banda sonora
"One and one and one is three" (The Beatles).