jueves, 17 de febrero de 2011

Friedrich Dürrenmatt

Suiza tiene algo grotesco en su carácter sus intentos de constante neutralidad se parecen a los de una virgen ganándose la vida en un burdel que pretende, además, permanecer casta.
(Friedrich Dürrenmatt)

Pocas obras del teatro político de mediados y finales del siglo XX, textos que con su referencia han perdido su fuerza, con tanta actualidad con El Cooperador de Friedich Dürrenmatt, una de esas obras que muestra, más que explicar o adoctrinar, una de esas innobles verdades que parecen ser cotidianas en la sociedad contemporánea, la que el propio autor pone en boca de uno de los personajes: “Usted efectúa el trabajo limpio. Alguien debe efectuar el trabajo sucio”. De ese trabajo sucio, de cómo en él se mezclan lo más “alto” y lo más “bajo” de la sociedad, de cómo el sistema utiliza y es utilizado, es de lo que trata la obra. De, en una sola palabra, complicidades.
“Olvidas que la sociedad contemporánea es excesivamente vulnerable. Con todos mis millones no hay necesidad de un partido político”.
Dürrenmatt ya había tratado, cada vez a su manera, en tres obras de teatro anteriores. Un ángel en babilonia trata la desesperación de un ángel al intentar, inútilmente que una joven, la más hermosa que haya existido, sea entregada, sin restricciones, al más pobre de los méndigos, desesperación que viene de que nadie quiere hacerse méndigo por ella y La visita de la vieja dama, cercanísima en su humor negro a esas viejas comedias de la Ealing, cuenta la peripecias en una pequeña ciudad, venida a menos económicamente, en la cual los habitantes ven la posibilidad de enriquecerse si asesinan a uno de sus ciudadanos. En ambas, el dinero es el motor de la trama, la imposibilidad de renunciar a él o la de conseguirlo por medios nada lícitos. De ese tema beberá, en parte, El Cooperador.
“Asesinar ya no es rentable. / ¿Conducir taxis es rentable? / Tampoco”.
La otra parte, la de un mundo de ciencia al servicio del poder y el capital, lo aportará la delirante Los físicos con la historia de un científico que se oculta en un manicomio para salvar al mundo, muy al estilo de Tarkovski, de las más que desastrosas consecuencias de sus descubrimientos mientras que otros dos científicos, cada uno al servicio de una potencia, se internan también para robarle, circunstancia que al final acabará aprovechando, nunca mejor usada la palabra, la directora del manicomio.
“Me llaman Doc. Hablo. Hablo para que alguien me escuche. Estoy metido en una historia de la cual no puedo hablar, un infortunado asunto sin palabras. (…) Creía en el cuento de una ciencia
libre. (…) Me vi obligado a buscar un trabajo no científico”.
En El Cooperador, y de ahí uno de los aciertos del título, los científicos colaboran con los criminales, los criminales con el poder, todos cooperan con todos, cada uno en beneficio propio. La sociedad, dice el dramaturgo, está enferma; pero, y he ahí el paso adelante, la verdad no siempre tan obvia, todos, en mayor o menor medida, consciente o inconscientemente, cooperan en la perpetuación de esta. Doc, siempre el centro de la acción, es, o fue, o quiso ser, un ser ético, pero las circunstancias, a las que culpará varias veces a lo largo de la obra, le harán acabar creando un proceso químico-biológico que diluye los cuerpos de los delincuentes y los arroja, convertidos en desechos líquidos, en las cañerías del desagüe del sistema sanitario de la ciudad, una ciudad que así logra convertirse en la menor índice de criminalidad. Índice más irónico todavía cuando se descubre que precisamente lo que acaban con la delincuencia son los primeros delincuentes, cuando el crimen es tan frío e implacable como un negocio, cuando el crimen es un negocio.
“Un golpe perfecto. Ud. eliminó al cliente y cobró los diez millones. / Ni siquiera se defendió. Ocurrió en su apartamento. El muchacho sólo me miró con asombro. Cuando todo acabó, me bebí dos botellas de whisky. / La empresa prospera. / Gracias”.
Y, dentro de un mundo en el que todo es pacto y aprovecharse, hay pocos que pueden quedar impunes o indemnes. Apenas uno de los personajes, Bill, el sociólogo, que, viviendo dentro de las afianzadísimas ruinas del sistema, sabe que la única esperanza, la única esperanza posible, una casi troskista, es hacer que todo salga mal.
“Las experiencias personales que me han llevado a mis convicciones carecen de interés. De todos modos me hubiera convertido en anarquista (…) Se ha hablado demasiado. (…) Una bomba colocada inteligentemente no es una utopía, es una realidad. (…) No hacer nada es nocivo. Cooperar es criminal. Planificar, una pérdida de tiempo. Sólo el caos mortífero es constructivo. Realizar esta convicción es mi meta.”

Banda sonora
Yo no cantaba porque me escucharas / ni porque mi voz fuera buena. / Yo cantaba para que se me fuera / la fatiguilla y la pena ("Que me van aniquilando", Los Planetas).

No hay comentarios: