Hace unos años, tras regresar a casa a Seattle de un viaje a Los Ángeles, desempaqué mi bolsa y encontré una cucaracha muerta, encerrada como en un sudario con un calcetín sucio, en una esquina. Pensé, Mierda. Nos invaden. Volví a poner en la bolsa la ropa, los libros, los zapatos, y las cosas del baño, me la llevé hasta la acera y tiré todo al suelo, preparada para aplastar cualquier otra cucaracha en cuanto apareciera. Pero esa era la única cucaracha, muerta, tiesa. Mientras estaba ahí tirada, sobre el pavimento, me acerqué a inspeccionarla más de cerca. Tenía las patas dobladas bajo su cuerpo. Su cabeza estaba inclinada en un ángulo triste. ¿Triste? Sí, triste porque ¿quién es el más solitario sino una cucaracha sin su tribu? Me reí de mí mismo. Me preguntaba por su historia. ¿Cómo se había colado en mi bolsa? ¿Y dónde? ¿En qué hotel de Los Ángeles? ¿En el sistema de equipajes del aeropuerto? No había salido de nuestra casa. Habíamos mantenido a esos pequeños bastardos alejados de nuestro hogar durante quince años. ¿De dónde venía la pequeña plaga? ¿Había olido algo delicioso en mi bolsa –mi desodorante con aroma a bosque o alguna migaja de una barra energética– y se habría trepado sólo para ser aplastada por los cambios del destino y las bolsas de la ropa sucia? ¿Sintió miedo al morir? ¿Soledad? ¿Angustia existencial?
(Sherman Alexie en el New Yorker de esta semana)
2 comentarios:
Gracias J.L NO PENSE QUE ME RESPONDIERAS TAN RAPIDO de todos modos besos, el otro blog lo estoy actualizando cuando lo tenga listo lo pondre al publico de nuevo
Ya sé que son de menor o nula importancia para ti, pero... pon mâs atenciôn a tus dedazos! Todo se esclarece después, pero, en principio, uno se pregunta, cômo una CUCHARA puede estar muerta dentro de un calcetîn...? Ah! Claro! No era eso, sino una CUCARACHA...
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