La universidad estaba desierta. Eran las siete cuarenta y cinco de la mañana. Aunque, fijandose bien, de lo que estaba desierta era de seres humanos. Tan sólo el velador del recinto y yo. Estaba repleta de pájaros, de aves cuyos nombres se me escapan. Tiendo a pensar que los diminutos eran gorriones y los grandes vencejos. Eso de los que volaban. Los negros, terrestres, supongo que cuervos.
Ellos no necesitan aprender nada. La universidad para ellos comienza desde que nacen y terminará cuando mueran. Nada aprenden ellos aun construyendo sus ninos en los aleros del segundo piso. Cuánto nos falta aprender de ellos.
Nunc coepit.
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